Secciones
Servicios
Destacamos
Mientras recorría el Mercado Nacional de Ganados de Torrelavega y se jugaba el físico ante un coronavirus que, como luego ha resultado, también había ... visitado oficialmente la catedral de la vaca montañesa, el rey Felipe posiblemente ya sabía que su emérito progenitor estaba haciendo maletas y metiendo mascarillas e hidrogel para una larga temporada plus ultra. El ferial lo había inaugurado 47 años atrás el joven príncipe Juan Carlos, escoltado por el entonces alcalde Jesús Collado, que da nombre al recinto. Aquel heredero de fácil sonrisa y difícil elocuencia, casado con una griega ortodoxa de nombre Sabiduría, representaba la esperanza de actualización de España. El año siguiente vio revolución en Portugal y regreso de la democracia a Atenas, que depuso definitivamente a su cuñado Constantino II con un referéndum que eligió 'hellenikí demokratía', república helénica, en vez de 'basileía ton hellenon', reino de los helenos. Juan Carlos hacía el camino inverso meses después; que termine como Constantino, o peor, es una sorpresa de las inesperadas.
Pues el caso va mucho más allá de seniles deslices de un jefe del estado: afecta a la autoestima de la nación. El emérito que pasa al exilio de ida y vuelta siempre simbolizó las nuevas capacidades del país, tras las lecciones supuestamente aprendidas de un pasado cruel. Juan Carlos era signo y prueba de un progreso integral en la historia de España, no solo económico, como en la tecnocracia del tardofranquismo, sino también político, social, educativo, cultural, científico y diplomático. El final de la maldición secular. La curación del complejo de inferioridad, dragón que, encarnado crepuscularmente en un tricornio de todo el mundo al suelo, fue destruido por el San Jorge de una centralita telefónica.
Por tratarse de una restauración borbónica (la tercera tras Bonaparte, la Primera República y Franco), el reinado poseía relevancia especial. En cada restauración hay que demostrar que lo de restaurar ha sido un acierto. Sin embargo, Juan Carlos es ahora el séptimo rey español que marcha al ostracismo desde la Revolución Francesa: como Carlos IV, Fernando VII (en su jaula dorada de Valençay hasta su retorno), José Bonaparte, Isabel II, Amadeo I y Alfonso XIII. Con la consideración agravante de que uno los dos restantes de la lista es el actual monarca, que no sabemos cómo evolucionará, y el otro Alfonso XII, que falleció con solo 27 años. Es decir, la base estadística de nuestra apreciación mete miedo.
Casi habría que hacerse republicano por mantener la distancia social respecto del virus de la corona, siempre que olvidásemos que los dos últimos presidentes españoles de república murieron en el exilio, uno en Francia (Manuel Azaña) y otro en Argentina (Niceto Alcalá Zamora), y que los cuatro presidentes de la primera vivieron asimismo en algún momento etapas exiliares (Estanislao Figueras, Nicolás Salmerón, Francisco Pi y Margall, Emilio Castelar). Del impulso instintivo republicano-federal, propio de nuestro acratismo genético de país montañoso, que se rebela comunero frente a cada dislate dinástico, nos retiene, pues, el temor paralelo que suscitan las repúblicas, experimentos que verificaron nuestra incapacidad para elegir con ecuanimidad al primer magistrado, el mosquetero que tenía que ser uno para todos, solamente lo fue para los suyos, y terminó no siéndolo para ninguno.
Joan Carles puede hoy compartir una caña de 'Stella Artois' en Waterloo con Carles, como dos exiliados bien avenidos, y es acechado por las togas como un Oriol cualquiera. Que estos hayan pasado a ser futuros posibles subraya la magnitud de la catástrofe. España está perpleja por un rey al que sobrevaloraba y cuyo final no ha sido marcado, como cantan algunos barítonos cortesanos, por el servicio a la patria, sino por móviles mucho más básicos, demasiado humanos. Pero el dinero es lo peor, no solo por lo que revela en relación con prioridades de vida en quien prometió dedicársela a los demás, sino porque, de confirmarse la investigación de la fiscalía suiza, procedió en parte de otros jefes de estado. Y el de España no puede estar en deuda con tales gentes. ¿Podemos imaginar que hubiera sido agraciado en 100 millones de dólares por Putin, Xi Jinping, Trump, Erdogan, o la reina Isabel? Si un ministerio saudí, o ruso, o chino, transfiere fondos a una fundación de paraíso fiscal cuyo beneficiario último es el Rey de España, eso no es «asunto privado», sino un serio problema de política exterior e interior. Como tristemente se ha comprobado, mientras algunos constitucionalistas sostienen, con la imperturbable seriedad de un monólogo de Gila, que el monarca, antes de 2014, podría impunemente haber asesinado a la criada o atracado la Caja Cantabria de Solares.
Podría haber sido el primer Borbón presentable desde Carlos III. Mas no solo decepciona el emérito. Vuelven, para hacer compañía solidaria al espectro del enésimo rey fallido, todos los demás fantasmas de España, alumnos repetidores de Fracasoterapia: la separación de Cataluña; la aparición de una derecha extrema; la demagogia social sin sentido económico; la religión anticlerical; el republicanismo de pub irlandés; el corporativismo que ya denunciaba Ortega hace cien años; hasta el caciquismo, con algunos malos usos autonómicos y una geografía municipal periclitada, de la época de Espartero. Solo faltan el integrismo y el anarquismo para completar una España zombi.
El exilio reversible de Juan Carlos es más que la caída de un mito personal: se cae un mito colectivo, nos produce desconfianza en nuestra propia cultura política, en nuestra autointerpretación histórica. Pues se va también al exilio el mito de la «España superada». De esa inseguridad íntima viene el perceptible tsunami de adhesión fría, racional, a Felipe VI. Este hijo, nieto y sobrino de exiliados no se puede ir y dejarnos solos con las mesnadas pugnaces del sectarismo hispánico. Si hace falta, se le debe doblar el estipendio para que resista. Ahora debe demostrar que es una excepción en la genealogía del trono: la oveja blanca de la casa de Borbón, el ejemplar albino de un rebaño oscuro, las leyes de Mendel por fin a favor de las de Juan Español. Misión improbable, pero con mucho misionero: pues el mito de la España nueva necesita volver del exilio. Que esa es la verdadera, urgente restauración. La nuestra.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.