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Ser mutualista en el sistema de Muface parece, a primera vista, un privilegio. Un espacio intermedio entre la sanidad pública y la privada que promete eficiencia y cobertura personalizada. Sin embargo, esta pertenencia carga con una paradoja: la desigualdad que atraviesa su estructura lo convierte ... en un peso que sus beneficiarios soportan con resignación, como si fuera una obligación inexorable.
El copago farmacéutico es el mejor ejemplo de esta curiosa contradicción. Quienes trabajan activamente para sostener las instituciones públicas, o quienes ya han entregado sus años al servicio del Estado, descubren con horror que este sistema los somete a una carga mayor que la que soportan los ciudadanos que se rigen por el régimen general de la Seguridad Social. ¿Por qué deben pagar un 30% del precio de los medicamentos –sin límites ni atenuantes– mientras otros tienen un sistema más humano, donde los jubilados nunca exceden los 18 euros al mes?
Es como si el mutualista existiera en un espacio de incertidumbre, cargando con la insoportable levedad de pertenecer a un sistema que promete cuidado, pero le exige más de lo que da. Para los trabajadores activos, cada receta es un recordatorio de su posición desigual frente a sus pares del sistema general. Para los jubilados, cada factura es una prueba de que la entrega de una vida al servicio público no garantiza una vejez libre de cargas injustas.
La desigualdad farmacéutica es solo un síntoma de un mal mayor: la indiferencia estructural hacia quienes sostienen el sistema. Y mientras los mutualistas caminan entre los márgenes de un privilegio que no es tal, Muface se tambalea, incapaz de reconciliarse con la equidad que debería sostenerla. Así, ser mutualista se convierte en una carga insoportablemente injusta.
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