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El mundo ha vuelto a mirar al abismo, y el abismo, como siempre, ha devuelto la mirada con ojillos nucleares. Irán, atrapado entre el descrédito ... de sus milicias y la presión internacional, se apresta ahora a abrazar la bomba atómica con el fervor con que un náufrago abraza el plomo, creyendo hallar salvación.
No nos engañemos: la lógica de la disuasión nuclear, parida en la Guerra Fría, sobrevive con vida artificial. Como escribió Adam Smith acerca de los aranceles, bien podríamos decir hoy de la bomba: «protege al soberano, pero arruina al súbdito». Kim Jong-un lo sabe. También lo supo Kruschev cuando en los años sesenta jugaba a la ruleta atómica en Cuba, mientras Kennedy devolvía la amenaza con diplomacia y despliegue militar. Fue entonces cuando la doctrina de la destrucción mutua asegurada se impuso como equilibrio inestable... o como pacto con el diablo.
Hoy, Irán ansía lo que Corea del Norte ya tiene: el botón nuclear como talismán de supervivencia. Pero la bomba no es paz, sino pausa; no es escudo, sino chantaje. Y en esta partida, los dados no ruedan: explotan.
Israel, que nunca confesó su arsenal, vigila desde la sombra. Trump, jugador de póker con cartas de pólvora, sopesa el ataque preventivo. Mientras tanto, los mercados de todo el mundo tiemblan, el petróleo respira hondo, y el ciudadano —esa criatura olvidada por los estrategas— se despierta con olor a uranio enriquecido.
No hay economía que resista la sombra del hongo nuclear. La seguridad que se promete con la bomba, como el proteccionismo arancelario, es seguridad de hierro oxidado: pesa, pero no protege. Países que invierten recursos en instrumentos que no pueden usar sin autodestrucción, pero cuya amenaza sostiene su soberanía. El uranio enriquecido, en manos de necios, no ilumina. Ciega.
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