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Trump incendia el comercio internacional esgrimiendo una avalancha de aranceles digna del siglo XVIII y de mentes proteccionistas enmohecidas, que haría vomitar a Adam Smith. ... Porque sí, el mismo Smith sembró la idea de que al favorecer el libre comercio se estimula la división internacional del trabajo, se incrementa la productividad y la eficiencia del conjunto.
Los nuevos aranceles, aplicados sin distinción a amigos ni adversarios, alcanzan un mínimo del 10% y ascienden en función de una fórmula que más parece oráculo de pitonisa que ciencia económica. El resultado previsible será de una caída del 9% al 12% en las importaciones y del 15% al 18% en la renta real per cápita de los estadounidenses. Un golpe directo al bienestar, camuflado de patriotismo económico.
Europa, prudente y escarmentada, no sangrará tanto, pero se ha de mantener en vela.
China, India, Japón y Corea, por el contrario, han recibido estocada profunda. Mientras, América Latina observa desde la barrera, salvo excepciones mal paradas como Venezuela y Nicaragua.
Y es que no sólo la economía tiembla: el dólar se tambalea, los mercados se estremecen, y la fe en la palabra de Estados Unidos —columna vertebral del orden liberal— se resquebraja. Smith, de haber presenciado tal desvarío, habría alzado su mano invisible para abofetear al responsable de tan grotesca teatralidad.
Lo más inquietante no es la medida en sí, sino el juego: Trump sabe el daño que causa. Ha enseñado su pistola como matón de taberna, sabedor de que su amenaza desquiciada forma parte de un juego de estrategia. La economía es su rehén; la negociación, su fin.
Pero, ¿a qué precio? ¿Cuánto cuesta un gramo de poder cuando se compra a base de inflación, pobreza y desconfianza internacional?
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