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Para la razón del niño, en las fiestas había una promesa de silencio y luces tenues. No era la efervescencia del altavoz hasta muy tarde, del horror al vacío de una verbena sin consumo. La gente era, quizás, otra, y el discurso oficial arrastraba todavía ... las querencias antiguas: el misterio de la irrupción de Dios en la historia. El presente, prosaico y triste, pulverizó los sueños de eternidad; de confortable introspección.
La Nochebuena, por ejemplo, terminaba cuando los padres y el niño salían de la casa de los abuelos para volver a la propia y encontraban el barrio casi desierto, apenas animado por la decoración de los escaparates y el fulgor de los adornos. Papá Noel habría aprovechado la cena en familia para ir dejando, discretamente, los primeros regalos (sólo un pequeño anticipo antes del 6 de enero). La ilusión de lo sagrado envolvía al niño en el último paseo del 24 de diciembre, camino del coche, feliz por los días que quedaban por delante, arropado en la quietud de la ciudad distinta.
De hecho, frente a la imagen general de unas fechas colectivas, siempre ha existido esa Navidad de Dickens, con el viejo avaro Scrooge celebrando, en soledad, la visita de sus fantasmas familiares. La plaza sin petardos, sin fuegos artificiales y sin conciertos permitía un cierto ensimismamiento, hoy proscrito en la era de la máxima conexión. Luego, claro, con los años, llegaba la realidad de la materia durante los días de fiesta. También en Navidad mueren las gentes y hay desastres. Y quedan recuerdos que saben amargos, aunque pudieran ser felices.
Nuestras autoridades, ay, quieren evitarnos el mal trago del alma en recogimiento y nos proponen muchos eventos apetecibles, en absoluto navideños, que lo mismo podrían celebrarse ahora que en la Semana Grande. Para ventilarse, el personal sale de casa, compra sus cosas y se agobia por la multitud que abarrota las calles del centro. Y pide más luz, a lo Goethe; una luz que deslumbre a los vecinos, como los de la Villatripas de Abajo, de la canción de Krahe, que, envidiando a los de Arriba, gritaban aquello de «¡alcalde, lo que nos eches!» cuando su regidor proponía una competición de monumentos.
Ahora, los ciudadanos gritan a Abel Caballero o a Gema Igual para que oculten el espíritu de la Navidad (si este existe o ha sobrevivido al nuevo siglo) bajo una contundente inversión en vatios y decibelios; para que se gane a los municipios colindantes y que sus vecinos se mueran de celos y de rabia por no tener el árbol más alto o el decorado más extravagante. En eso ha quedado la paz del villancico.
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