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El modelo no mira a la cámara. Como era habitual en aquel tiempo, compone una pose forzada, rígida. Aunque bien pudiera ser esta la interesada impresión de un servidor de ustedes, su mirada sugiere un rico mundo interior, motivado por una decisión definitiva. Dicen que ... la fotografía la tomó, en 1876, Ignaz Hofbauer en el estudio Atelier 41 de Viena. Era una época distinta y el personal gustaba entonces de ofrecer un aspecto distinguido y confiado; por supuesto, respetable. Eran pocas las fotos para toda una vida. El joven, que rondará la veintena, se nos presenta ataviado con elegantes levita y corbata. Una mano sostiene un sombrero y la otra sujeta un libro sobre una mesa con mantel. Hoy, tantos años después, Serge Plantureux, especialista en fotografía antigua, afirma que este muchacho cuidadosamente despeinado, de gesto fiero y saludable estampa, es Arthur Rimbaud.
Hasta ahora, del genio de Charleville apenas teníamos controladas unas cuantas fotografías de niñez y primera adolescencia, aún como escolar rebelde, soñador y radical en ciernes. Luego, algún retrato a lápiz realizado por su compañero de vida y desgracias, Paul Verlaine. Desde luego, el cuadro 'Un coin de table', del pintor Fantin-Latour, expuesto en el parisino Museo de Orsay, en el que Rimbaud aparece acompañado de otros literatos ilustres y bohemios. También un par de autorretratos de adulto, muy desgastados por el tiempo. Poco más.
Rimbaud ha sido un fantasma en la cultura europea. Quienes gustamos de los momentos estelares de la humanidad pensamos que el niño prodigio llegó sólo para reinar brevemente y desaparecer, alcanzando una inmortalidad justificada por su talento. Ya saben que a los veinte años –acaso coincidiendo con los días vieneses–, decidió abandonar la literatura y despojarse de las pretensiones del poeta vidente. Contra todo pronóstico, dejó de ser un demonio de verso ligero y prefirió trabajarse un futuro burgués.
En Internet, usted, querido lector, dispone de todos los detalles. Mi espacio es limitado. Déjeme añadir, simplemente, que, de todas las aventuras de Rimbaud, la más apetecible no tiene que ver con la poesía; al contrario, quizás en la convalecencia por aquel disparo que le descerrajó Verlaine en Bruselas o hastiado de su pobreza –aliviada siempre por los dineros de su madre–, quiso conquistar la vida, embridarla sin el delirio del cambio espiritual. Finalmente, se quiso hombre de ciencia y traicionó su vocación. Traficante de armas y mercader exótico en Abisinia, no logró culminar su sueño de plenitud. La divinidad se vengó del desaire poético inyectando en Rimbaud insoportables dosis de tristeza. El fracaso lo persiguió eficaz e incansablemente. Un cáncer se lo llevó a los treinta y siete años.
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