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Si la acuesto a nuestro lado, ella me toma del brazo derecho y enreda con la articulación del codo o sube hasta el hombro y ... apoya la cabeza. A veces, se rebela y pide agua o lanza lejos el chupete para prolongar la vigilia y el juego. Irremediablemente, el peso del día se impone sobre la energía infantil y su respiración va haciéndose cada vez más relajada y profunda. Y se duerme.
Llama la atención que la niña escoja el miembro más débil de un zurdo cerradísimo para obtener la seguridad del sueño. Me conoce desde hace poco tiempo e ignora aún la función, casi ornamental, del brazo inhábil. Pero, no le importa. Su fe en la protección de sus padres, en su capacidad para proporcionarle calor durante los primeros compases de la noche, nos obliga a la quietud hasta que su descanso sea tan hondo que podamos transportarla hacia su cama.
Las querencias de la niñez suponen una primera aproximación a la fe en los objetos queridos; a la certeza de que el mal no puede acercarse si abrigamos los días con determinados amuletos contra el dolor. Ocurre, luego, en la vida adulta, época de supervivientes, donde la rutina y el ocio oponen resistencia contra el futuro. Es pura ilusión, pero, en ella, erigimos nuestras esperanzas («aquí levanto inútiles barreras que derriba la muerte», escribió Valente).
He pensado mucho últimamente en estas pequeñas cosas y también en las otras, más grandes y peliagudas; aquellas que dan un falso cobijo contra la intemperie. Las sociedades en decadencia prefieren un brazo acusador como el de Trump (o uno en alto, como el del miserable Bannon), aunque sea débil y macabro, una broma de mal gusto. Los partidarios del actual inquilino de la Casa Blanca –pobladores del siniestro 'Bible Belt'– no van a obtener nada del magnate más allá de exabruptos, broncas y chascarrillos 'anti-woke'. Pero, ellos confían, ay, en el calor artificial del orgullo nacionalista, de las fronteras cerradas y del mejor solos que pagándole la guerra a Europa. Su sueño será ligero e intranquilo, como el de Gregorio Samsa.
En este último decenio de color de hormiga, ha pasado de todo: dos veces el marido de Melania, el confinamiento de 2020, las bombas interminables y el clima enloquecido. El humilde contribuyente santanderino que se les aparece cada quince días, y que ha cumplido, el pasado mes de febrero, diez años como columnista en El Diario Montañés, sólo puede tener una intención: componer alguna que otra frase legible para denunciar la iniquidad de los brazos débiles; de las promesas de calor político y espejismo moral que adornan las noches con pesadillas.
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