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En una comparecencia insospechada y lúgubre, el único presidente español intelectualmente presentable de nuestra historia reciente, Felipe González, y su otrora lugarteniente, Alfonso Guerra, manifestaron su oposición al plan de amnistía que se fragua entre Moncloa y Waterloo. No les faltó razón y, precisamente por ... ello, las plataformas mediáticas gubernamentales y los militantes de más estricta observancia se lanzaron a defender a Sánchez frente a los fantasmas de las navidades pasadas. Guerra, en su línea popular y tabernaria, hizo luego un comentario sobre Yolanda Díaz y las peluquerías que fue duramente censurado como machismo residual del siglo XX.
Tras muchos años sin encontrarse, González y Guerra escenificaron su abrazo para forjar una estrategia de presión contra el presidente del Gobierno y una suerte de vanguardia simbólica para animar a los socialistas críticos. En otra época, esta iniciativa habría resultado letal para cualquier adversario. Tal era el poder de la pareja.
Actualmente, sin embargo, los quehaceres de los partidos ya no se fiscalizan desde una razón ajena a sus lógicas de obediencia. La opinión pública no es flexible y no se permite disentir si ello supone soltar una liana sin garantías de agarrar la siguiente. Hay que asumir y defender el programa completo (sea este modificado, matizado o negado), sin formular opiniones propias. Hoy (me refiero a hoy, miércoles 27 de septiembre de 2023) ser de izquierdas supone, entre otros delirios tribales, calificar como 'de progreso' un acuerdo que coaligue al PSOE con los partidos golpistas de Cataluña y con los periféricos todos, favorables a la excepción étnica. Y, con ese espíritu, uno se traga lo que haga falta: pinganillos en el Congreso para negar la operatividad de la lengua común (y, de paso, la existencia de la nación de ciudadanos libres e iguales) y, claro, la amnistía.
Como España es ya irrecuperable, el paso hacia adelante de González y Guerra, debe interpretarse como un gesto de melancolía. El exvicepresidente, por ejemplo, se quejó de que la amnistía impugnaba la Transición. Pero, oiga, que esa Transición fue la que reorganizó territorialmente el país a mayor gloria del nacionalismo insolidario y la que blindó a los partidos como monstruos de acero inexpugnable, sombríos aparatos de poder perfectamente adaptados a la feudalización del espacio político, sin lugar para la democracia interna ni para la promoción de los mejores. ¿Qué esperaban Guerra y González en 1977? ¿Algo distinto o mejor? «España ya se ha roto, pero muchos de sus enemigos viven de saquearla», ha dicho el siempre lúcido Fernando Savater. Cierto, el país es un cadáver, pero esta ofensiva nacionalista –al contrario que el aislacionista 'Brexit'– amenaza con cruzar los Pirineos y tomar Europa.
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