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El drama francés ha terminado –por el momento– con el alivio de los biempensantes y la satisfacción de la extrema izquierda. La otra extrema, la derecha, vuelve a ver pasar el tren de la historia sin hacer parada en su delirio identitario. La crisis del ' ... macronismo' garantiza para Francia unos cuantos años más de zozobra y discursos inflamados. Nuestros medios más castizos, por su parte, se apresuran a anunciar la derrota de los ultras gracias al salvífico advenimiento de las tropas de Melenchón, que han celebrado el triunfo con banderas palestinas.
La mala prensa de la extrema derecha es perfectamente explicable. Le ocurre a Reagrupamiento Nacional, a Vox, a Alternativa para Alemania y, en general, a todas las fuerzas políticas que articulan un discurso populista sin el 'nihil obstat' de la progresía urbana. Tras la Segunda Guerra Mundial, la derecha europea perdió cualquier opción de acompañar su programa conservador con el activismo callejero. La verbalización ciudadana de la protesta y la algarada en terreno público se reserva para los herederos de la victoria de 1945, en su exclusiva manifestación de izquierda radical. El país de la Marsellesa se ha ajustado perfectamente a este escenario. Recuerden, por ejemplo, aquel 68 'gauchista', en el que Jean-Paul Sartre se enamoró del maoísmo, confirmando, impunemente, cuál de los dos extremos es el presentable, el fetén, el políticamente operativo.
Pero, como bien decía el gran Hölderlin, «donde está el peligro, crece también lo que nos salva». La licencia para totalizar de la que hace gala la extrema izquierda y su autocomplacencia sin límites no pueden pretenderse eternas. En algún momento, alguien debe poder afirmar que el emperador va desnudo o que Hamás no es un grupo de 'resistencia', como asegura un candidato del Nuevo Frente Popular, sino una banda terrorista empeñada en la destrucción de Israel y de los judíos. Precisamente, estos, los judíos, versados en muchos siglos de persecución y pogromos, saben lo que está en juego y avisan del peligro de blanquear el antisemitismo cuando este se autodefine como de izquierdas.
Encuestas recientes reflejan la voluntad de la mitad de la población judía de Francia –casi doscientas mil personas– de abandonar el país en el caso de que Melenchón ocupe el Elíseo. Un aviso para navegantes en las turbulentas aguas de la corrección y el 'wokismo' analfabeto. Como es sabido, cuando un país se entrega a las recetas antiliberales, los judíos padecen, antes que nadie, sus perniciosos efectos. En España, por desgracia, carecemos de un número significativo de judíos. De manera que, aquí, el personal está condenado a tragarse las descocadas homilías de un totalitarismo feroz y orgulloso del odio militante que proclama.
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