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Esta vez ha sido diferente. Pese a las voces apocalípticas que anuncian la ingobernabilidad de España, lo cierto es que las elecciones del 23 de julio han aclarado lo suficiente el panorama para que, a partir de ahora, ya todo el mundo sepa a qué ... atenerse. En las otras citas con las urnas, sin embargo, aún existía la ficción de la institucionalidad. Todos los partidos (excepto los de la periferia, ocupados en la limpieza ideológica en sus dominios) sacaban la libertad a pasear y evocaban la transición que reconcilió al país. La centralidad se disputaba con fervor occidental. Había un terreno común: el de la clase media.
Pedro Sánchez ha acabado con el cuadro, despojándose del lastre mítico que encadena las querencias (otrora culpables) de la izquierda patria: el abrazo sin escrúpulos a Junqueras y Puigdemont. Como habrán podido comprobar, ya no luce una bandera de España de exageradas proporciones, ni promete insomnios si converge con formaciones radicales. Las supuestas líneas rojas se han borrado y Bildu goza hoy de la condición de socio preferente. Este Sánchez descocado ha extinguido al votante templado del PSOE; un elector flexible que escogería desapasionadamente entre las propuestas que comparecen en el centro político. El presidente no se ha comprometido a nada distinto de lo que ya campa a sus anchas en el Ejecutivo. La propuesta es cristalina: el acuerdo entre la izquierda española y los independentistas alumbrará, casi siempre, una mayoría de la mitad más uno. Suficiente para apuntalar el poder. Un país socialmente cohesionado no resulta imprescindible para pisar moqueta.
Por ese motivo, la identificación del posible acuerdo entre PP y VOX con el fascismo ha sido extraordinariamente útil. A la vez, los del tiro en la nunca y el 'lamentamos, pero no condenamos' se erigen en santos laicos. Pero, ¿se consumará la independencia? Tranquilidad. La política exige tiento, por la necesidad de maquillar lo inevitable. Cataluña, por ejemplo, será independiente 'de facto'. Para no requerir de reformas constitucionales inasumibles desde una pírrica mayoría parlamentaria, a este artefacto se lo llamará, qué sé yo, 'ajuste autonómico'. Y se apuntalarán los privilegios territoriales, con el aplauso del 'progresismo', orgulloso de haber «solucionado el problema del encaje» y detenido el avance de los reaccionarios.
El candidato Feijóo, por su parte, seguirá basculando entre esa gran coalición que ni siquiera él se atreve a pronunciar y un sondeo malogrado al PNV e, incluso, a Junts. La esperanza en una rectificación histórica del PSOE, que no llegará, mantiene la ilusión en el PP. Pero, desde Ferraz y alrededores aún resuena aquel «¡con Rivera, no!», lema que escondía otro mucho más siniestro: «¡con Otegi, todo!».
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