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Quienes nacimos durante la primera mitad de los años ochenta –es decir, bajo el mando juvenil de Felipe–, fuimos educados en una singular paradoja. Por ... una parte, la socialdemocracia en el poder, después de tantos años de quietud bajo la dictadura, utilizaba los medios a su alcance (que eran todos) para sembrar en el cerebro del contribuyente una sola y fértil idea; a saber, los valores del nuevo régimen debían identificarse con la izquierda. La derecha, como mucho, participaría en el juego democrático porque en la vida tiene que haber de todo. Este nuevo dogma oficial fijaba las coordenadas del marco de pensamiento y de acción desde Batasuna al Partido Popular. Y, como la propaganda necesita propagandistas, ahí estuvieron los representantes del mundillo cultural, como decía Eliot, «ocupando sus posiciones, obedeciendo órdenes». Cuando, muchos años después, Aznar llegó a Moncloa, se apresuró a explicar que leía a Azaña y que lo suyo era centro reformista (incluso, el inefable Miguel Ángel Rodríguez, portavoz del Gobierno, se marcó una media verónica que ni Morante, asegurando que el PP era «centro izquierda»). Seguramente, ninguno de los dos estaba equivocado.
Pero, por otro lado, los ochenta fueron los años del pelotazo, de la 'beautiful people' y la integración en Europa. También, de aquel aviso del ministro Solchaga: «España es el país donde más rápidamente puede hacerse uno millonario». En definitiva, los escolares de aquellos tiempos, fuimos acunados en un doble discurso que animaba a cultivar la solidaridad y la obediencia y, a la vez, a explorar los territorios del capitalismo. De hecho, a González le gustaba mucho aquella frase de Deng Xiaoping: «No importa que el gato sea blanco o negro, mientras cace ratones». Todos los caminos, ay, nos llevan a China.
Se trataba, claro, de estimular la voracidad occidental en el español medio, pero con el freno pisado, manteniendo siempre el control de los corazones patrios. Por ese motivo, nunca se ha querido propiciar el desarrollo de un pensamiento libre, con su libertad de conciencia y derecho a la diferencia. Y con su espíritu contestatario. La existencia de un criterio no partidario les resulta insoportable a los poderosos, que prefieren siempre la fidelidad del militante.
Este control de los discursos y el señalamiento del adversario como enemigo alcanza ya todos los espacios del país. La mera presencia de personas o grupos que cuestionan la fe del trono o, simplemente, de individuos que dan un perfil contrario a la uniformidad, despierta los instintos sacrificiales del respetable. Pienso en Javi Poves, entrenador de fútbol y recalcitrante terraplanista, o en el escritor Luisgé Martín, cuyo último libro sobre el caso José Bretón acabará en la hoguera.
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