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Como en aquella película de Joel Schumacher, no están a la vista. Apenas conocemos sus nombres y emergen cada cuatro años, desenterrándose del gimnasio o ... la piscina, reviviendo tras muchas horas de frío y sudor a la intemperie. Lo suyo no es un juego –no puede ni debe serlo– y, precisamente por ello, el español convencional prefiere obviar el trabajo cotidiano, el esfuerzo que se parece demasiado a la vida misma. Ellos también madrugan y muchos viven encerrados en los centros de alto rendimiento, a la espera del instante único y decisivo que habrá de encumbrarlos o atarlos en las tinieblas.
Cuando llega la fecha, el español convencional finge saberlo todo del atleta y su deporte. Hay memes que lo avisan: el cuerpo fuera de forma, el sillón favorito y el ventilador cerca; acaso la cerveza y algo de comida basura para disfrutar y juzgar. Si los escrúpulos son tenaces, siempre podemos echar mano del factor nacionalista, que convence al personal –en un giro retorcido del sentido común– de que, al fin y al cabo, a estos individuos los pagamos todos y representan al país en el extranjero. Merecen nuestro exigente juicio. Nos lo deben todo.
El televisor nos muestra acciones imposibles. El cuerpo humano se fuerza hasta el límite donde ya no valen la fama inmerecida o el debate cotidiano. El fútbol, por ejemplo, encaja a duras penas en esta filosofía del exceso. Vidas hipotecadas para el larguísimo plazo, a la espera de un premio que no tiene por qué llegar. Y, por supuesto, la lesión especialmente inoportuna, que hace empatizar al espectador con un deportista al que no había visto nunca antes. O la mala tarde, el miedo escénico o una pisada imprecisa que condenan todo el trabajo, todo lo que se exigía de esa mujer y de ese hombre.
No se harán millonarios. Podrán ser héroes por un día, pero estas mujeres y estos hombres que han cargado en París con el peso de un dolor y una renuncia a la juventud despreocupada entran y salen rápidamente de escena y ya nunca preguntamos por ellos. Entendemos que la alegría y el dolor, aunque muy hondos en la tensión del momento, no pueden condicionar su vida, como tampoco condicionan las nuestras. En menos de un mes, volveremos a colmar nuestras mentes con las imbatibles voces de la política y con la propaganda de los fichajes siempre inminentes. Y los jóvenes más capaces, tras experimentar la angustia del reconocimiento fugaz, retornarán a las madrigueras para lamer sus heridas o celebrar los éxitos. Son vidas y compromisos propios de otros tiempos y cuesta asumir que existen aún en este mundo.
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Ana del Castillo
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