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Como huérfanos de la izquierda realmente existente –desheredados por los identitarios de una u otra rama 'woke'–, recaemos a menudo en la esperanza de la representación. Y es que, en España, de vez en cuando, las aguas del gran fraude ideológico parecen amansarse y brotan, ... entonces, los UPyD o los Ciudadanos, aparentemente cargados de la virtud que la política niega al contribuyente. Pero, estas aguas, ay, se enfangan rápido y lo que, en un principio, parecía necesario se diluye en el odio y los chascarrillos ante la tentación liberal de corto aliento.
Uno pretende no volver a las trincheras y quedarse a salvo en las conversaciones privadas y en las aficiones de perfil bajo, pero la seducción se reproduce. Ahora, quienes desde el socialismo denuncian los vínculos con los periféricos se mueven en la órbita de El Jacobino, un autodenominado «'think tank' de la izquierda ilustrada y centralista», dirigido por el abogado Guillermo del Valle, otrora militante del partido de Rosa Díez, e inspirado por el pensamiento de Félix Ovejero, entre otros infatigables activistas de la razón.
La propuesta es sencilla: contra todo privilegio (de cuna o territorial), la izquierda en España debe retornar a los valores republicanos de la igualdad, únicos garantes de los derechos de la mayoría frente a las ofensivas disgregadoras de la insolidaridad autonómica y la voracidad neoliberal. Para apuntalar simbólicamente el ensayo de una izquierda centralista más allá del PSOE o de Podemos (y sucursales), Del Valle y compañía echan mano de los jacobinos del pasado, los controvertidos (por decirlo finamente) Marat, Saint-Just, Danton y, sobre todo, Robespierre. Estos revolucionarios franceses del siglo XVIII pretendieron construir un estado libre e igualitario en un contexto de guerras europeas y fuerte reacción interna. Para evitar sorpresas desagradables y cortar (de raíz o de cuello) las alternativas monárquicas y federalistas, colocaron la guillotina en el centro de la discusión. Al final, sólo quedaron ellos y comenzaron a guillotinarse los unos a los otros. La revolución, se dijo, es un Saturno que devora a sus hijos. Lo hemos visto repetirse cientos de veces (desde Trotski a Errejón).
Esa relación siniestra, enunciada por Robespierre, entre la virtud ciudadana de una sociedad ideal y el terror concreto y despiadado creó, sin embargo, las condiciones políticas y organizativas que hacen hoy de Francia un país comprometido con un modelo republicano en el que las veleidades identitarias son vistas con desprecio. Evidentemente, los nuevos y esperanzados jacobinos podrían haber elegido otro nombre menos afilado para su plataforma (quizás, pronto, partido), pero, ojo, acaso hoy, como entonces, sea este modelo una solución, después de todo, para la incertidumbre política, el autoritarismo y la deshumanización.
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