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El primer día de mayo de 1992, el banderillero valenciano José Manuel Calvo Bonichón, llamado 'Montoliú', fue mortalmente corneado en el albero de La Maestranza por el toro 'Cabatisto', de la ganadería de Atanasio Fernández. Al día siguiente, el crítico Joaquín Vidal (ilustre santanderino) describía ... en su crónica el percance: «Nadie podía imaginar que cuando le ganaba la cara al torazo negro la muerte le estuviera esperando en aquellas astas. Pero la muerte estaba allí, fue más ligera». Sí, fue más ligera. Esta última frase, lúcida y solemne, permite al lector asumir la desgracia como un desenlace inevitable en la vida de todos, también –quizás con una mayor rotundidad– en la carrera de los toreros, donde la muerte entra y sale de escena, susurrando nombres y anunciando duelos.
He pensado mucho estos días en las palabras de Vidal, en la ligereza cotidiana de la muerte. Pero, no en su despliegue apoteósico, sino como sombra que amenaza los días normales, desencadenando el horror sobre las cosas. Los paisanos de Montoliú acaban de padecer, también, la asombrosa agilidad del sufrimiento para abatirse sobre familias enteras, sobre poblaciones que han dejado, prácticamente, de existir.
Como estos no son tiempos propicios para el recogimiento, la tragedia de la DANA abre la veda para que políticos y figurantes ronden las localidades anegadas y acechen a las víctimas, siempre dispuestas a expresarse con la franqueza de quien lo ha perdido todo. Y para abandonarlas cuando cambien los vientos de la actualidad. La semana pasada, en una de las innumerables conexiones en directo con Valencia, una mujer, llamada Amparo, lloraba la muerte de todos sus vecinos y la desaparición de su hogar y de su pueblo. Lloraba, pero sin la histeria que hubiera sido esperable. Eran lágrimas de resignación, algo habitual en las personas que, por razones de edad, han visto y oído mucho de la vida y son conscientes –sobre todo en España– de la promesa de ruptura que esconden las épocas de prosperidad. Los tertulianos que escuchaban el relato desde el plató terminaron aplaudiendo a la mujer, en una reacción sobreactuada, perfectamente inane, ante la visión del apocalipsis.
Se trata, en definitiva, de rescatar lo importante: la dignidad de las mujeres y de los hombres en el dolor, de jóvenes que se despiden serenamente de sus familiares, al ver cómo las aguas crecen y no encuentran asidero, el valor de los trabajadores que, en las residencias de ancianos, permanecen con ellos y arriesgan la vida para protegerlos. La muerte es siempre más ligera y, aunque no lo parezca, hay formas de encararla con la esperanza y la voluntad que, esas sí, son virtudes exclusivamente humanas.
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