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La ciudad es siempre una condena para quien tiene vocación de cazador-recolector. La inevitable utilidad del paisaje, los horarios subrayados por el ruido y ... por el humo, las obras que no pueden terminar nunca porque la vida es avance y mejora y reparación. También Santander, novia del mar, con su tan preciada bahía y su clasismo felizmente rebajado por el advenimiento del foráneo, padece los estragos de la modernidad urbana, del espacio rendido a la competencia y al consumo. Aquí, incluso los jardines y las plazas tienen siempre otra intención, que no es la de dar respiro a los vecinos, sino la de generar huecos para la aglomeración y el espectáculo. Piensen en la deshumanizada Porticada y sus conciertos, sus carpas y sus pistas de hielo.

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