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La ciudad es siempre una condena para quien tiene vocación de cazador-recolector. La inevitable utilidad del paisaje, los horarios subrayados por el ruido y ... por el humo, las obras que no pueden terminar nunca porque la vida es avance y mejora y reparación. También Santander, novia del mar, con su tan preciada bahía y su clasismo felizmente rebajado por el advenimiento del foráneo, padece los estragos de la modernidad urbana, del espacio rendido a la competencia y al consumo. Aquí, incluso los jardines y las plazas tienen siempre otra intención, que no es la de dar respiro a los vecinos, sino la de generar huecos para la aglomeración y el espectáculo. Piensen en la deshumanizada Porticada y sus conciertos, sus carpas y sus pistas de hielo.
El paseante que aún prefiera situarse en una ciudad amable debe buscar lugares propios, inventarse recorridos que despierten su imaginación y procuren su bienestar. Yo, como cualquiera, tengo algún lugar así, que visito y pienso cuando vienen mal dadas o, simplemente, cuando la vida adulta parece sobrecargada de responsabilidad. No son zonas extraordinarias o bellísimas: la parte de una calle apenas transitada, la esquina de un comercio que linda con un poco de césped o un árbol que da sombra a la puerta de una iglesia. Por supuesto, también algunas librerías, algunos cines, hacia donde acude la memoria para recargarse de juventud. Pero tampoco hace falta darle muchas vueltas.
No se trata, por supuesto, de condenar esta época decididamente hostil contra cualquier forma de recogimiento. Ningún siglo ha sido especialmente propicio para el espíritu. Los movimientos que han pretendido liberar al ser humano han terminado por asesinarlo. Es más, quizás este siglo XXI, de permanente amenaza bélica, sea irónicamente, el mejor para respirar un oxígeno no contaminado por la política y la publicidad. Al menos, de momento. El individuo conserva, aún, su capacidad de elección. Puede entrar o salir (siempre que no se desate otra pandemia) y no verse necesariamente arrastrado hacia las consignas de la uniformidad. En un futuro próximo, quizás nos veamos abocados al gran reclutamiento y los lugares propios se pierdan en la espesura del presente. Estaremos obligados, entonces, a la supervivencia más convencional, a la colectivización de los deberes y los placeres. Serán otros, los de siempre, es decir, los poderosos, quienes impondrán su estrategia –trabajada durante años– y cerrarán los accesos a la buena soledad, a la vida no condicionada a sus planes.
Disfruten, por tanto, de estos años inanes, de esta alienación de baja intensidad, y frecuenten sus lugares favoritos, compártanlos, si quieren, o guárdenlos para ustedes. O piensen en ellos en la confortable reserva de su almario.
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