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La célebre anécdota del gueto de Varsovia. Castigados por la mortífera maquinaria nazi, dos judíos se hacen compañía. Uno de ellos abre un ejemplar de un periódico antisemita. «¿Cómo puedes leer esa basura?», pregunta su interlocutor. «En este diario dicen que los judíos dominamos el ... mundo y eso me reconforta». La política, en su modernidad de masas, tiene estas cosas. Un grupo de psicópatas cree atisbar el espíritu del tiempo y rápidamente brotan las hipérboles. Ya saben: los judíos controlan las finanzas y, a la vez, apoyan a los bolcheviques. Rothschild –hoy, sería Soros– es culpable. Mucho se ha escrito sobre la operatividad del enemigo imaginario para la conquista del poder. Finalmente, se pisa moqueta y comienza la represión. ¿Sufrirá Rothschild? No, sufrirán el panadero y el sastre judíos. El mal se despliega siempre en un limitado radio de acción. Y, exclusivamente, contra el vecino.
La especificidad del antijudaísmo europeo, que desembocara en el Holocausto, nos convence, para empezar, del prejuicio atávico que anida en las sociedades supuestamente más avanzadas. Y, también, desde luego, de las posibilidades amplísimas de un discurso deshumanizador –ya sea dirigido contra los judíos o los burgueses– y convenientemente difundido para arraigar en el ciudadano medio, esto es, en el votante. La política, erigida como única fuente de la moral, de la mano de una prensa militante, se empeña en apuntar a lo más alto: contra el neoliberalismo, el fascismo, el gran reemplazo o el marxismo cultural.
La realidad, sin embargo, es tozuda en sus límites. La victoria del populista suele celebrarse con aplausos, desfiles espectaculares y la masacre de cercanía. Lo apuntaba Solzhenitsyn en las primeras páginas de su 'Archipiélago Gulag': los procesos de 1938 contra los opositores a Stalin no constituyeron el inicio de la persecución. Esta había comenzado mucho antes, en cada localidad de la Unión Soviética, pero las víctimas no eran famosas, sino hombres y mujeres corrientes; trabajadores anónimos que dijeron «no» o «no lo tengo claro».
Dentro de exactamente cuatro días, usted, apreciado lector, acudirá a las urnas para evitar la prolongación del 'socialcomunismo' o para impedir el mando de la 'ultraderecha'. Aunque, quizás, una columna no sea el formato adecuado para ello, le pediría que introduzca la papeleta sin la ilusión del 'hooligan'. La bomba que usted active –puede ser la de Yolanda Díaz o la de Santiago Abascal, censora, en cualquier caso– estallará muy cerca de su casa. La de este 23 de julio es una oportunidad para oponer la razón a las vísceras; para forjar un acuerdo entre los dos grandes partidos que nos devuelva a la prosaica sensatez y, a los extremistas, al pozo de la historia.
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