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La conversión de España en un tablero del Risk tiene, por supuesto, su eco en Santander, otrora balneario, novia del mar y demás atributos despiadados. Escribo estas palabras menos de veinticuatro horas después de la enésima movilización contra la amnistía. Hace apenas un rato, además, ... la plaza del Ayuntamiento se ha llenado de pañuelos palestinos y de improperios contra Israel. En la concentración antisemita (que se dirá, claro, antisionista), no faltó el deseo de aniquilar al único Estado judío del mundo, lo que supone una astuta actualización de aquel odio ancestral que desencadenó, hace justo ochenta y cinco años, la noche de los cristales rotos. Es decir, los judíos no deben vivir ni aquí ni allá.
En cualquier caso, hoy se revela la resurrección de la bandera como tarjeta de presentación de los indignados por una u otra causa. Esto está muy bien porque permite al despistado identificar rápidamente la identidad de los caminantes. Esto también pasa en el parque de Cabárceno, donde hay cartelitos que informan de la especie animal que habita cada espacio.
La ruptura de los consensos básicos para la convivencia y la elevación del puro interés partidista como único valor posible en política no han aflorado de la nada. Han sido muchos años de erosión continuada –y perfectamente planeada– de todo aquello que pudiera sonar a idiosincrasia compartida o a historia conjuntamente padecida. La existencia de múltiples identidades irreconciliables (en sustitución de una ciudadanía común) permite al político buscar las victorias por la mínima, sin atender a una consistente voluntad mayoritaria. Como no existe un país ante el que rendir cuentas, el hábil candidato vende y compra apoyos parlamentarios con todas las posibilidades a su alcance. No hay contestación general porque, ay, ya sólo existe lo particular.
Por este motivo, Pedro Sánchez es capaz de tejer impunemente la investidura con un prófugo de la justicia que huyó del país en el maletero de un coche después de perpetrar un intento de golpe de Estado. Y no pasará nada porque, aunque jueces, fiscales, abogados del Estado e inspectores de Hacienda han denunciado la voladura del Estado de derecho, el presidente del Gobierno cuenta con ese uno a cero que le mantendrá otros cuatro años en Moncloa, bien abrigado por su corte mediática y militante –jóvenes portavoces que se han educado en el odio fanático y nunca en la idea propia– contra todos los demás. Y los que se manifiestan con las banderas de España serán considerados –como los propalestinos, los del orgullo arcoíris o Greta Thunberg– meros representantes de una identidad más, otra cualquiera de las que pasean sus dolores por la vía pública hasta caer rendidos.
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