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Un poco antes de la gran crisis de 2008, cuando el personal aún se resistía a reconocer la debilidad de las instituciones y la naturaleza esencialmente sectaria de los partidos, el pensador esloveno Slavoj Žižek afirmaba que, en Occidente, era más fácil imaginar el fin ... del mundo que el final del capitalismo. No exageraba. La gran derrota del bloque del Este propició, a partir de 1991, una era de razonable confianza en la superioridad de los estados libres y en el diseño de una globalización –no se rían– también de los derechos humanos y la democracia. Para el común de los mortales, el nacionalismo y la soberanía eran amenazas y no herramientas para allanar el camino a todas las pesadillas ideológicas. Los profetas de la gran transformación se retorcían en las capillas del desprestigio, esperando días mejores.
El desplome financiero tuvo en España un desarrollo peculiar, con aquel rescate bancario que supuso la intervención de las cajas de ahorro, confortable cementerio de ballenas para políticos sin talento. La crisis económica dio lugar a la decadencia política, aunque esta ya habría comenzado, de hecho, durante la segunda legislatura de Aznar, cuando los principales consensos de la Transición fueron remplazados por la guerra civil. El español es un caso digno de estudio. La población de este país, permanentemente tutelada y jamás con permiso para protagonizar su propia historia –es decir, para erigir una libertad verdadera–, nunca decide en contra de aquellos que la someten. Aquel 15M pudo ser (¿por qué no?) una oportunidad para despojar a los políticos de la infalibilidad que se autoimponen, a pesar de la corrupción, la ineficacia y las mentiras. Pero, por el contrario, aquellas asambleas con más alma de catequesis que de revolución pedían más cadenas, más gobierno, más políticos. No tenemos remedio.
Muy bien, Pablo, pero, ¿a qué viene esto? Viene a que han pasado casi veinte años y seguimos embebidos, humillando pastueños, en la muleta de la política, que no ha dejado de expandirse desde entonces. La manipulación y la propaganda, otrora prácticas vergonzantes, se despliegan, descocadas, ocupando todos los espacios que deberían hacer gala de una exquisita pluralidad. Piensen en Broncano y en Intxaurrondo y en Henar Álvarez. Y en todos aquellos que quieren convencerse de que los euros que ingresan son, en realidad, una inversión en la lucha contra el fascismo. Oiga, pero, ¿no pesa en los hombros de los contribuyentes la titánica y total presencia de la política? ¿No les repugna esta densa nada que todo lo invade? A los ciudadanos ya no les preocupa este circo. Saben que es más fácil imaginar el fin del mundo que el final del partidismo.
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