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Después de seis meses de ausencia –de silencio involuntario y penosa recuperación–, se ha vuelto a ver, por fin, a Salman Rushdie. En la fotografía que ilustra su reciente reaparición pública (una entrevista con The New Yorker), el escritor, de 75 años, esboza una indescifrable ... mueca. Está, evidentemente, más delgado y con una cansada luz en la mirada que ofrece su único ojo sano. El otro le fue arrebatado el pasado mes de agosto, cuando un terrorista estadounidense de origen libanés, llamado, en macabra ironía, Hadi Matar, lo apuñaló en Nueva York.
Matar quiso cumplir la condena a muerte que el ayatolá Jomeini, líder de la revolución teocrática iraní, impuso a Rushdie en 1989. El guía chií interpretó entonces la novela 'Los versos satánicos' como un texto blasfemo y, haciendo un uso siniestro de los resortes globales de la incipiente sociedad de la información, pidió a todos los musulmanes del mundo que hiciesen un esfuerzo por asesinar al escritor allí donde lo encontrasen. Desde ese instante, Rushdie vagaba por los países y las conciencias como el fantasma e involuntario mártir de una causa (la libertad frente al fundamentalismo) en teoría santo y seña de Occidente.
El autor británico había decidido, hace tiempo, relajar las medidas de protección y despojarse de los grilletes de la clandestinidad. Prefería exhibir su vulnerable cuello a languidecer en escondites a menudo precarios y nunca definitivos. Prefería, en definitiva, vivir a sobrevivir. El terrorista aprovechó esa coyuntura y se lanzó, cobardemente, sobre su presa. No lo mató de milagro.
El caso Rushdie no fue nunca, sin embargo, motivo de comunión y solidaridad unánimes. El terrorismo tiene estas cosas. Como se apoya en una doctrina que comparten muchos, sus devastadores efectos son relativizados por quienes ejercen una crítica general al estado del mundo desde la comodidad de sus domicilios. En los países de mayoría musulmana, aquel año 1989 fue el de las grandes manifestaciones y quemas públicas de libros. En Europa, por el contrario, fue la época de las acusaciones de 'arrogancia', dirigidas a Rushdie por colegas como John Le Carré o Roald Dahl.
Las cosas no son hoy muy diferentes. Obviada la libertad en beneficio de otras causas como la inclusividad en el lenguaje o la lucha contra el cambio climático y la islamofobia, Salman Rushdie permanece como una figura erguida frente al mal, es decir, frente a todos aquellos que proponen dogmas colectivos que aplastan al individuo y lo relegan a una posición subordinada. El escritor, atacado y herido de gravedad, es, contra todo pronóstico, un sujeto incómodo en nuestra santificada cultura de la cancelación. Como el sacristán de Algeciras. Bueno, no. Contra pronóstico, no.
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