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Como aquel dios del Génesis, la izquierda española tiene el poder de dar la vida a lo que nombra. Un día, sus portavoces exclaman: «¡Albert Rivera!». Y al joven líder naranja le crecen los cuernos del fascismo y se le impone el sambenito de la ... cocaína. ¿Se acuerdan ustedes de Rivera? Yo tampoco. Pero sí recuerdo a Fernando Savater y a sus escoltas protegiéndolo de las hordas periféricas mientras otros añadían su nombre a la lista de fachas ilustres. Y a Rosa Díez, escrachada (¿se dirá así?) de la Complutense por los alumnos 'antifas'. Este don de la izquierda funciona como truco de mago predecible: la falta de ideas para gestionar la cosa pública se suple con el milagro de la creación. Hágase la luz.
Algunos han terminado aburridos del vodevil y ya no se escandalizan por las alertas ni por los cordones sanitarios. Se le dice fascista a cualquier contribuyente crítico con los relatos oficiales, que son muchos. Todos son fascistas, excepto quienes lo son realmente; es decir, quienes enarbolan identidades antediluvianas (y naciones homogéneas) y matan por ellas. La conversión artificial de los opositores al mundo 'woke' en hacedores de discursos de odio y letales para la convivencia se produjo antes de que ninguno de ellos tomase posesión del escaño. La eficacia de una voz autorizada se impone sobre la prosaica realidad.
Pero, ay, llega Bildu –el domesticado Bildu– y, en un alarde lobuno, rechaza su nueva faz posmoderna y coloca a cuarenta y cuatro etarras, siete de ellos con delitos de sangre, en las listas electorales. ¿Y qué hace nuestra izquierda transformadora, el báculo de todas las víctimas? Evidentemente, despreciar a los muertos del fascismo más real, operativo y homicida que ha campado por España en los últimos cuarenta años. «Bildu es un partido democrático que elige sus listas por los procedimientos que considera oportunos», nos explica Irene Montero, al tiempo que el ínclito Gabriel Rufián anima a olvidarse de ETA para centrarse en los verdaderos enemigos: «El fascismo sigue existiendo». Días después, el partido de Otegi rectifica a medias y el personal alaba su «mensaje de calado democrático».
El poder de la izquierda para blanquear a los peores enemigos de la libertad y salir impune es una de sus características más emblemáticas. Si nos atenemos, sin embargo, a la pretendida autoridad moral que ilumina sus discursos y clama al cielo –y siendo absolutamente prácticos–, reconozcamos que habría bastado entonces una sola palabra de esta gente, un texto breve o el desprecio de un actor militante en alguna entrega de premios para demoler el artefacto ideológico del terrorismo en España. Pero, claro, aquello era fascismo de verdad.
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