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En 'Auge y caída de John Galliano' –documental dirigido por Kevin Macdonald y disponible en la plataforma Filmin–, se recupera para la causa al célebre modisto más de un decenio después de su expulsión del paraíso de la modernidad. El caso se desarrolló de la ... siguiente manera: en 2007, su más estrecho colaborador, Steven Robinson, falleció de un ataque al corazón y Galliano se quedó solo y agobiado, al frente del monstruo de la casa Dior, azuzado por los demonios del alcohol y la tristeza. Una noche de 2011, en una terraza de París, un embriagado Galliano profirió insultos antisemitas a dos personas que ni siquiera eran judías. Con la lengua acartonada por el vino, se refirió a las cámaras de gas, a Hitler y a todo el entramado del odio. Para su desgracia, alguien grabó la escena.
Como aquellos eran ya tiempos de sobreactuación pública, todo terminó mal para Galliano. Fue despedido de Dior y despojado de su aureola de infalibilidad. El hombre lo intentó absolutamente todo, pidiendo perdón una vez y otra y reuniéndose con rabinos para demostrar que él era justo entre las naciones. No sirvió de nada. Quizás, hoy, como se ha abaratado el odio a los judíos –a los que, según nuestros progresistas, se debe exterminar «desde el río al mar»– las aguas vuelven a calmarse para Galliano.
Durante los años de la impopularidad, sólo Kate Moss –figura igualmente polémica– desarrolló algo parecido a la empatía. En el documental, la modelo recuerda sus primeros desfiles para Galliano, a quien le gustaba encuadrar sus creaciones en contextos de fantasía. Dirigiendo a Moss, le decía, por ejemplo: «Tú eres Lolita, y eres una chica de Croydon y nunca te han follado (sic). Y realmente lo deseas». Y ahí que salía Kate a comerse la pasarela. De hecho, Galliano acabó diseñando su vestido de novia. Justo antes de la ceremonia, y a punto de iniciar su camino al altar, Moss preguntó a Galliano: «¿Quién soy ahora?». Siempre reclamó la directriz del genio británico.
Esta anécdota me ha hecho pensar en los ciento veinte diputados del PSOE en el Congreso. También ellos necesitan la dirección de un genio –del mal o del bien, poco importa– para echar a andar sobre la pasarela y fijar un criterio que mañana podría perfectamente ser distinto. En su caso, la pasarela es el debate de la amnistía, donde todos interpretan un papel para el que no necesitan poner cerebro o corazón. Ayer, era la evidente inconstitucionalidad del artefacto. Hoy, pulsan, eufóricos, el botón del sí. Todos a una. Sin duda o discusión (y sin el heroísmo del mutis). Di, Pedro, ¿quién soy ahora?
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