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La niña (o el niño) amenaza con erguirse y sus padres temen la libertad del primer movimiento, de la emoción descontrolada de la independencia. Harta del avance a gatas, la criatura se atreve a imitar a sus mayores y a los otros niños que corretean ... a su alrededor. Para estrenarse en la aventura, se agarra a los muebles que tiene a mano y a los andadores (benditos sean) y clava firmemente en el suelo las plantas de los pies. Poco a poco, va queriendo y pidiendo autonomía, soltarse y llevar sus cosas de aquí para allá. Poco se ha hablado del carácter violentísimo y titánico de la infancia. La naturaleza aprovecha la falta de criterio y somete al bebé a todo tipo de molestias para que la vida se asiente: los dientes que rompen las encías todavía tiernas, los temibles cólicos del lactante, los resfriados, el llanto como única vía de comunicación.
La Biblia dice que debemos elegir la vida, a pesar de todos los demonios, a pesar de enfrentarnos a diario con el abismo de la muerte. Nosotros, adultos civilizados, no podríamos gestionar tanto dolor. Nuestra experiencia del sufrimiento –ese darle siempre vueltas a las cosas– nos acongojaría hasta el extremo. Un simple dolor de muelas puede conducirnos a la locura.
Los pequeños, sin embargo, no se rinden. No temen la repetición de la herida y que esta anide en sus vidas para siempre. Llegará o no llegará, pero se la espera a distancia, sin inquietud. El miedo y las precauciones no se han instalado aún en las mentes jovencísimas. Todo ello brotará más tarde, en dosis de equilibrio o de exceso. En la manera de gestionar el dolor, se establece, para todos, la frontera entre la confianza y el fracaso. Pero, conociendo nuestras peores querencias, la Creación nos evita la neurosis en la edad temprana. Aquí se come y se duerme. No hay mucho más. Y los primeros pasos terminan, a menudo, en caídas y en golpes; en llantos breves calmados en el abrazo de mamá y de papá. La niña (o el niño) tropieza y se desploma escandalosamente sobre un juguete duro. Amenaza con soltar alguna lágrima, pero, enseguida se calma ante el reclamo, quizás, de otro estímulo apetecible.
La madre y el padre asisten a la heroicidad de esa persona, tan pequeña, que, pese al primer golpe y a la mejilla que comienza a enrojecerse, supera con indiferencia el obstáculo y sigue adelante, olvidando pronto el accidente e ignorando esa huella del dolor cada vez más desdibujada entre los juegos y las risas que dan color a la vida cuando empieza, rodeada del amor de todo el mundo.
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