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La política, en su ejercicio más descocado, ofrece valiosas enseñanzas al ciudadano español, siempre anhelante de guía vital y aliento autoritario. Una –acaso la más fértil– tiene que ver con la supervivencia personal en territorios fangosos y ante adversarios aparentemente imbatibles. Abrumado por la duración ... del desafío, el verdadero líder maniobra (antes, en la absoluta oscuridad; ahora, jaleado por los suyos) para engordar su mayoría y garantizarse un tiempo más sobre la moqueta. A través del diálogo entre los distintos, la democracia, como sistema de representación, estimula, dicen, la resolución templada del conflicto. Y eso está muy bien.
El paisaje en España es, ay, un poco diferente al paraíso ilustrado de ciudadanos libres e iguales. La sobreabundancia de partidos que pretenden la destrucción del país condiciona la gestión pública y su reflejo moral en la sociedad. La ambición de un individuo –el presidente del Gobierno, sin ir más lejos– pone a todos en fila para satisfacer sus apetencias. En principio, a las ruinas de su partido. Y, desde luego, al gran aparato mediático que opera a su servicio. Al más puro estilo 'orwelliano', la historia se acerca o se aleja, dependiendo del tesoro que esconda el pasado. De esta manera, Franco nos parece mucho más actual que Josu Ternera. Sólo así se explica que Pedro Sánchez se entregue en manos de un partido heredero de quienes, hasta ayer, formaban parte del entramado terrorista en el País Vasco y de un fugado de la Justicia, Puigdemont, hoy afincado en el Vallespir francés, es decir, cada vez más cerca.
En este tipo de operaciones, la emoción por la conquista del mando se camufla con el falso dilema ético. El político se ampara en una simulada actitud constructiva «para mejorar la convivencia» y asegura, en definitiva, que a él le duele más que a nadie. Por supuesto, todo es teatro. La finalidad del pacto con los independentistas (la tristemente célebre amnistía) responde, hoy, a la necesidad de Sánchez de obtener unos cuantos votos para su aguante en Moncloa. Nada más.
El Sánchez trilero, que tan bien conocemos, tiene, además, su reflejo internacional. Para presentarse como único abanderado del progresismo, exporta el enfoque más ciegamente propalestino y reconoce un estado imposible que, de erigir sus fronteras, serviría únicamente como base para el terrorismo contra Israel. Vamos, como funciona ahora Gaza en manos de los innombrables asesinos de Hamás. Israel no es Estados Unidos y estos desaires salen baratos. Nunca un solo atentado ha obtenido tanto premio de la cobarde Europa.
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