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Los hemos visto marcharse en silencio. Toda una generación de promesas; la primera sin el lazo de la tierra o el Misterio. Eran mujeres y hombres jóvenes, que recogían los frutos de muchos siglos de cultura. Amaban todavía la música, la literatura y el arte ... y medraban al calor de la superioridad moral socialdemócrata, a través de la sensata promoción de las propias fuerzas. España despertaba de la mentira franquista –porque toda dictadura es una mentira: la apoteosis de la sinécdoque– e iniciaba un recorrido, por fin, occidental bajo la batuta del estado partidario. Los creadores, sin el corsé censor, decidían explorar las vías posmodernas. Adiós al tremendismo carpetovetónico y a la añoranza rural. Los personajes de ficción ya no eran niños que abandonan el pueblo, sino profesionales liberales y traductores; empresarios y periodistas que van a discotecas y aguardan con fervor la última película de Woody Allen o la emisión de 'La edad de oro'. El cambio era, recuerden, que España funcione. A este país no lo iba a reconocer «ni la madre que lo parió».
El optimismo del fin de la historia y esa mueca de disimulada euforia por la rebelión juvenil y las militancias clandestinas justifican el individualismo de aquel desenlace de siglo y de milenio. «Nos hemos ganado el descanso del guerrero». La política, con todos sus peligros y sus riesgos, apenas es una pose sin concreción; la memoria de los tiempos heroicos. A pesar de todo, esta situación de quietud en muchos colores es, como diría el griego, una solución a la pertinaz desconexión de la península con el resto del continente y las sociedades abiertas. El personal necesitaba convencerse de que este es el camino progresista.
No sabían que el rey iba desnudo (nunca mejor dicho). Aquello que los analistas más cursis llaman «el fin del consenso», las crisis económicas e institucionales, así como el relevo en los puestos de mando, han cancelado los sueños de la clase media. Murió Javier Marías –sin el Nobel que tan claramente parecía asomar al final del camino– y murieron Paloma Chamorro y muchos de los tertulianos de Garci. Y otros no desaparecieron físicamente, como Fernando Savater o Joan Manuel Serrat, pero se despiden de su oficio sin que los nuevos abanderados de lo público emitan señales de reconocer a las grandes personalidades precedentes.
Y es que, hoy, como saben, priman el compromiso activista, la inversión en criptomonedas, el 'skincare' y el gimnasio. Todo ello, cocinado en la autoayuda más básica y analfabeta. Los maestros no supieron serlo. Les faltó, quizás, la generosidad de quien transmite un saber y una estética. España es ya irreconocible. Gracias por todo.
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