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Al bueno de Dani Carvajal le preguntaron por Rubiales y el futbolista, pobre angelito, aludió entonces a la presunción de inocencia. Como consecuencia del rigor expresado, el madridista se ha convertido ya en uno de los muchos fascistas que habitan en España. Y es que ... hablar de estas cosas en la época de los linchamientos políticamente correctísimos es, ciertamente, arriesgado. En el pasado, el personal asumía que el respeto al cumplimiento de la ley era una garantía para los más humildes en sus controversias con los poderosos. El trono elefantiásico debía claudicar ante la justicia cuando la razón le era esquiva. El cine ha explorado muchas veces este jugoso tema. Ahora, a vuelapluma, pienso en dos grandes películas a las que separan exactamente treinta años: 'Matar a un ruiseñor' (Robert Mulligan, 1962, sobre la novela de Harper Lee) y 'Algunos hombres buenos' (Rob Reiner, 1992, con guion de Aaron Sorkin). Pero hay muchas otras. Las redes sociales no existían entonces y no dictaban sentencias ni armaban a los «buenos».
La costumbre hoy, por tanto, es cultivar el escarnio, extendido en el tiempo y convenientemente manipulado por militantes partidistas y medios comulgantes (perdón por el pleonasmo), así como promover las confesiones que apuntalan salarios. La izquierda realmente existente, aún envolviendo su estrategia en nuevos vocablos aparentemente dóciles, conserva el desprecio por las instituciones a las que considerará meras proyecciones del capital hasta que pueda proyectar sobre ellas su propia agenda.
En 1972, el filósofo francés Michel Foucault publicó en la revista Les Temps Modernes un diálogo con el líder maoísta Pierre Victor sobre la llamada «justicia popular». El texto refleja las querencias de la izquierda por «los actos justos de las masas» para terminar cayendo en la ideología del Gran Timonel. «Estoy a favor de los saqueos y los excesos», decía el militante radical ante un Foucault estupefacto. Victor acabaría despreciando la revolución y recuperando sus raíces judías a través del estudio de la ética de Emmanuel Lévinas. Pero esa es otra historia.
Lo importante aquí es comprender que el discurso que prefiere el ruido a la mesura del estado de derecho no es un avance; al contrario, supone un retorno al totalitarismo y a lo que el antropólogo René Girard llamaba «la ruta antigua de los hombres perversos», citando el libro de Job. Es decir, a la muerte sacrificial de una víctima expiatoria. Y ahí, claro, no hacen falta jueces, ni abogados, ni procesos. Sólo las muchas manos que arrojan las piedras y la voz que las dirige. Diga lo que diga el perverso Echenique, esto es más viejo que la orilla del mar.
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