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Lo crean o no, en 2020, durante los primeros compases del confinamiento, naturalmente impresionado y con el susto en el cuerpo por el inminente Apocalipsis, mi cerebro alcanzó a formular la pregunta fatal: «¿cómo se desarrollarán los acontecimientos en España para que este marrón se ... lo acabe comiendo Ayuso?» Compartí la cuestión con algunos amigos que, claro, se lo tomaron a chanza, como la típica 'boutade' del columnista de provincias. Pobres angelitos. Claro que aún no se la llamaba asesina por lo de las residencias.
El encierro y posterior suelta de todos los españoles, que escribían «yo me quedo en casa» como si existiera otra opción, tuvieron lugar en el mejor escenario posible, esto es, bajo el gobierno de un presidente socialista. Ustedes imaginen a Rajoy (o, no se rían, a Feijóo) lidiando con el coronavirus y encerrando a Iglesias tres meses en Galapagar. Sólo de pensarlo, nos tiemblan las ancas. Y es que una cacerolada en el barrio de Salamanca no tiene el mismo chic que un artículo, por ejemplo, de Antonio Maestre acusando al PP de agarrarse al covid para reprimir la libertad de la gente. Habría sido irrespirable. No le den vueltas, que se me marean.
La modernidad se sostiene en España sobre una monarquía parlamentaria con mando en Ferraz. Todo lo demás, es decir, la periferia ideológica, queda como abismo y amenaza de la reacción. En definitiva, aquí importa el quién y no el qué. De ahí que, frente a la idea instalada, según la cual atravesaríamos una legislatura especialmente convulsa, la realidad es testaruda: nunca nadie ha tenido en este país un clima más favorable para hacer y deshacer a su antojo. Sánchez es el último español libre.
Para seguir tejiendo distopías: ¿se imaginan a un presidente del PP aceptando el programa marroquí sobre el Sáhara a cambio de Alá sabe qué? Hombre, por imaginarlo, sí, pero, ¿podría ser esto posible sin la concurrencia de algaradas y quema de contenedores? Esta doble vara tiene su origen en el reparto original de papeles: el PSOE es el bien, la centralidad, mientras que el Partido Popular es la violencia de los ricos y los homófobos que quieren «quitarnos derechos».
La parcialidad en las querencias está tan asumida que resulta casi innecesario hablar de ella. La asunción del discurso dominante obliga, sin embargo, a mirar la realidad toda con las lentes del partidismo. Así, el terrible crimen de Mocejón nos permite atacar a la derecha por los bulos de las redes sociales, mientras que los apuñalamientos de Solingen nos advierten contra la islamofobia, contra Israel y Alternativa para Alemania. Como diría Lenin, «todos los millones para Broncano».
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