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Los recuerdos de la infancia encuentran en la placidez familiar la prueba de un ritmo distinto en el transcurso del tiempo. Todo parecía entonces mucho más seguro, con pausas amplísimas para el juego y para la nada. Los niños disfrutábamos de veranos interminables y de ... tardes enteras de merienda y compañía con los abuelos. Y es que el mundo aún no estaba absolutamente conectado y se vivían los días (¡hasta los meses y los años!) sin la histeria actual por la información inmediata y adaptada a las identidades combatientes.
En aquellas tardes felices, el respetuoso niño callaba cuando los abuelos, cerca del crepúsculo, se recogían para rezar el rosario. La abuela, sentada en su silla de siempre. El abuelo, caminando arriba y abajo por la habitación. El rosario es un hermoso rezo, cuyo carácter repetitivo sitúa al creyente en un estado de proximidad con Dios. Resulta admirable esa habilidad vaticana de los representantes de la Iglesia, capaces, durante más de dos mil años, de desenvolverse con éxito entre los poderes mundanos –participando en todas las conspiraciones– y, a la vez, acuñar un pequeño y calculado ritual de uso doméstico.
Evidentemente, un análisis más o menos profundo de la fe nos convence de que una cosa es consecuencia de la otra. Es decir, el rosario, la cruz colgada al cuello o el San Cristóbal balanceándose en los taxis (objetos que constituyen el reflejo popular de un régimen de religiosidad generalizada) son convenciones que han existido como fruto de un poder ejercido desde arriba, esto es, desde un altar hegemónico y exclusivo. La oración del feligrés y la hoguera donde arde el hereje capturan, con idéntica fiabilidad, la esencia de un credo.
Hoy, desde luego, cada vez son menos los rezos del rosario y los santos sobre los salpicaderos. El personal prefiere el 'streaming' y la aparición diaria de su 'influencer' favorito. La Iglesia ha perdido su posición de ordeno y mando y languidece en una sociedad que se esfuerza por comprender (y adoctrinar) sin ninguna opción a conseguirlo. Una religión sin oficialidad vuelve a su condición de secta. Y corre el escalafón.
Por ese motivo, el vodevil, en forma de moción de censura, que Ramón Tamames protagonizó la semana pasada en el Congreso de los Diputados constituyó un doble fracaso: por un lado, el político (la muerte estaba anunciada). Por otro, la imposibilidad de culminar el ególatra propósito de epatar al respetable con el discurso de un pensador ajeno al actual reparto institucional e ideológico. Tamames pudo pronunciar palabras bien construidas, como un rosario de cierto prestigio ciudadano. Pero, ay, ya no estamos en esos tiempos. Y son otros los catecismos.
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