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Cuando, el 21 de enero de 1793, subió los peldaños del cadalso para su definitivo encuentro con 'Madame Guillotine', el ciudadano Luis Capeto (otrora Luis XVI de Francia) quiso dirigirse, por última vez, a ese pueblo suyo tan revoltoso. Frente a una multitud de sádicos ... y curiosos que abarrotaban festivamente la Plaza de la Revolución (hoy, irónicamente, llamada de la Concordia), el exmonarca intentó pronunciar su discurso final: un orgulloso y magnánimo alegato de inocencia. No tuvo tiempo. Los guardias impidieron el sermón y los tambores ahogaron la voz del condenado. Por el bien del flamante poder establecido, era importante evitar la proliferación de opiniones sobre el destino del rey y la sensiblería de última hora. Además, Luis era ya un símbolo de lo que muere para alumbrar el régimen nuevo y su ejecución, la expresión ritual del sacrificio que corta de raíz cualquier inclinación reaccionaria. Francia quemaba las naves de la historia. La afilada hoja de la libertad y la razón separó su cabeza del tronco y el personal volvió contento a casa.
Luis XVI no fue, precisamente, un esclarecido. De actitudes lentas y erráticas, vio con pasmo cómo las aguas revolucionarias crecían a su alrededor. El proceso que arrancó en 1789 fue, poco a poco, deshojando su poder y él parecía no hallar un camino despejado para adaptarse a la realidad del país. La literal pérdida de su regia cabeza muestra las infinitas posibilidades de un discurso cuando se convierte en dominante. El rey, como todos los seres humanos víctimas del pecado de soberbia, sobrevaloró sus posibilidades en el marco de la lucha política y creyó, o quiso creer, que el reloj de la historia podía dar marcha atrás; que el trono milenario inspiraba aún a un número suficiente de personas. Pero ya no era nadie.
La semana pasada, otro Luis, de apellido Rubiales, pronunció un discurso (por llamarlo de alguna manera) desde su cadalso. Esta vez, por aquello de las audiencias del mes de agosto, se permitió el extenso desahogo. Los tambores, eso sí, sonaron al final, con ese redoble tertuliano tan español, siempre a favor de corriente. Y es que Rubiales se cree interlocutor, cuando es sólo una sombra herida de muerte a la que todos abandonan. Desde la futbolista Jenni Hermoso a cualquiera que, en un principio, cometiese el error de quitarle hierro al beso robado, todos han exigido contundencia en un castigo que llegará porque Luis Rubiales no es un actor público, sino un hombre solo, un cadáver mediático, en absoluto brillante, que se enfrenta a todas las fuerzas vivas (convencidas y arribistas). No puede ganar.
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