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El niño no comprende la vejez. Es natural que así sea, es perfecto. Apenas despunta la inteligencia infantil y uno ya se ve rodeado del ... amor familiar –el primero y el más puro– y detecta en los abuelos la plenitud de la vida; la conquista del mundo, de su mundo. Como el instinto vital es todavía imparable, el niño no sabe del final de la existencia, aunque este llegue inevitablemente, en algún momento, para los mayores de la casa.
Los abuelos no son, por tanto, un buen ejemplo para enriquecer la experiencia del nieto en la vejez. De niños, no podemos prever que las canas, la artrosis o las enfermedades neurodegenerativas (por dar sólo algunos nombres del menú de infortunios) serán, tarde o temprano, también asunto nuestro. Bastante tenemos (tuvimos) con empezar a conocer las cosas del entorno y acostumbrarnos a la intemperie.
El verdadero conocimiento sobre la ancianidad y sus peligros llega cuando asistimos al envejecimiento de nuestros padres. Yo, sin embargo, carezco de ese saber porque mi madre y mi padre fallecieron antes de poder reconocerse como ancianos. Pero, veo el destino de aquellos que –siendo de su quinta– fueron protagonistas decisivos de la vida mediática y cultural de España, maestros, muchos de ellos, para el niño que aspiraba a ser escritor. Leo estos días dos entrevistas a autores que, en los años gloriosos, previos al derrumbe de Occidente, vivían su vocación con la naturalidad de una conciencia bien dirigida. Hoy, ambos (hablo de Luis Antonio de Villena y de Eduardo Mendicutti) se muestran quejosos por una vejez que, instalados en ella, promete mucha soledad y mucho dolor.
Y es que la conquista del mundo con las propias armas, con la palabra y la creación, significó para ellos, quizás, un alivio. Con treinta años, habían esquivado la oficina y el horario. No supieron ver las orejas al lobo. Es posible que nadie sepa verlas y que envejecer signifique encontrarse siempre inesperadamente con aquella desagradable verdad que describía Gil de Biedma y descubrir que el tiempo se agota, que la fuente de los días, otrora generosa y abundante, podría secarse en cualquier momento. Pero estos escritores no son los únicos que han padecido y que padecen los estragos de la caducidad. La generación de las letras, del arte y de los medios de comunicación que, en pleno dominio de sus facultades, establecieron las coordenadas de la ética y la estética no son reivindicados, apenas los conoce nadie. Esto se debe a que la transmisión del saber se ha interrumpido, que ya nada interesa fuera de la pantalla, de la actualidad dominada por los monstruos de todos los colores inhumanos.
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Javier Menéndez Llamazares
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