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Lo avisó hace tiempo Tarantino y lo ha recordado Martin Scorsese: lamentablemente, para toda una generación de jóvenes espectadores, el cine es un producto industrial conformado, en exclusiva, por las películas de superhéroes. El veterano director de 'Taxi Driver' enciende una alarma para salvar aquel ... fenómeno del siglo XX de luminosa, pero, ay, breve existencia.
Estos taciturnos cineastas se refieren a que la contemporaneidad ha incidido tanto en los aspectos puramente recaudatorios de las películas que estas se han visto despojadas de su magia; de aquella inspiración de belleza y hondura que compartían las cintas de los grandes estudios y las pequeñas obras de autor. El reaparecido director español Víctor Erice ha afirmado alguna vez que las películas ya no nacen «libres e iguales» y que el público es más consumidor indiferente que sensible degustador del arte. En efecto, si, como diría Leonard Cohen, de lo que se trata es de comparar mitologías, poco tendría que ver una sociedad dispuesta a alumbrar 'El espíritu de la colmena' con esta de ahora, tan sometida, en su propuesta cultural, a los discursos del poder y a los tabúes de la militancia.
No debemos, sin embargo, limitarnos a pronunciar una despedida de la experiencia cinematográfica. La herida del cine es también la de la literatura, la música y la política. Los jóvenes de hoy han modelado su ideología (es un decir) pensando que la política es lo que se nos dice a través de las pantallas y las plataformas partidistas; esto es, la representación de un odio controlado y una guerra de hipérboles y bravuconadas donde se hace constante leña del árbol caído. En definitiva, la inacabable creación, electoralmente rentable, de enemigos cuya destrucción no afecta a los cimientos del tinglado.
Y es que los destinos de Jenni Hermoso, Carles Puigdemont o los terroristas de Hamás no alteran los equilibrios del poder, sino que, muy al contrario, apuntalan su omnipresencia en una sociedad que ya sólo espera ser confortada en brazos de la Administración. Si el cine de antes era 'Ordet', de Dreyer, la política añeja se postraba aún ante la libertad (palabra actualmente proscrita), la igualdad y las garantías procesales. Ser revolucionario hoy es un entretenimiento de clase media, a mayor gloria de sus intereses inmediatos. Exactamente igual que el cine, donde reina la pereza y la repetición sistemática de fórmulas inanes. Las quejas de Tarantino y Scorsese se disolverán ante el próximo estreno de la saga de 'Los Vengadores' y la política patria concebirá otro problema identitario, urgentísimo y naif, útil para trazar una nueva frontera entre electores.
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