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No habían pasado ni 24 horas desde que Hamás perpetrara en Israel la peor masacre contra los judíos que el mundo haya conocido desde el Holocausto cuando los portavoces partidistas y mediáticos (tanto monta) de nuestra progresía se lanzaron a manifestar su apoyo incondicional a ... la causa palestina. Los de vocación más suave –es decir, con cargos y sueldos que arriesgar– optaron por faenas de aliño, doliéndose por «todas las víctimas del conflicto» y defendiendo lo que siempre defiende esta gente cuando no quiere condenar la barbarie de los propios.
Los demás, personajes siniestros de las cloacas digitales y del «pensamiento crítico» (no pueden ser más cínicos), aún con los cadáveres calientes de mujeres, hombres y niños asesinados en sus casas, en la calle o en aquel festival de música infiel, calificaron los atentados como «autodefensa» del oprimido. Ni una frase de repulsa, ni siquiera un lamento por los más de mil cuatrocientos judíos muertos, una vez más, estos sí, por el simple hecho de serlo, o por los cientos de rehenes. No es novedad. Europa alberga, desde hace tiempo, crímenes antijudíos ante la pasividad del respetable.
Hubo que esperar a que Israel iniciara su operación en Gaza para recolocar las piezas. El dogma patrio exige un compromiso radical con la reivindicación palestina «desde el río hasta el mar», sin que se pronuncie nunca el nombre de Hamás, ni se denuncie el uso del dolor de un pueblo por terroristas que sólo desean ver arder su tierra hasta la desaparición de Israel. Y como Israel no tiene intención de desaparecer, el personal se lanza a las calles con su pañuelo al cuello y su odio descocado para atacar sinagogas. Todo ello con el objetivo de cumplir con el guion, como si los asesinados no les importaran. No les importan.
La izquierda española, vanguardia de todas las causas innobles de la posmodernidad, pide a Ucrania que se rinda, a Otegi que la lidere y a los palestinos que se inmolen a mayor gloria del fundamentalismo y del fotoperiodismo. Y es que, pese a los fracasos de todas las sangrientas utopías, estos militantes insisten en su ideal «transformador». Aquí, en su momento, no se atrevieron a cantar las alabanzas de ETA, por aquello de no epatar al elector. Sin embargo, cuando la sangre se derrama a muchos kilómetros y no hay reproches por parte de nadie, los asesinos se convierten en «milicianos». Es la querencia revolucionaria que destruye lo existente (moral incluida) antes de erigir la «sociedad sin clases», mero eufemismo para una tierra baldía, por supuesto sin judíos, donde sólo ellos manden.
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