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Ha llegado septiembre (ya casi termina) para cumplir la amenaza de todos los veranos: la política se reactiva, los portavoces vuelven a los estrados, los reporteros desenfundan sus micrófonos. La vida retoma el cauce de la pantomima al tiempo que el sol pierde la fuerza ... que animaba el chiringuito. Abatido por el síndrome posvacacional, el contribuyente hace de la necesidad virtud y piensa en términos de triunfo financiero, se propone gimnasios y cursos de papiroflexia. El ejercicio y la verdura como paradigmas de la mortificación posmoderna. El ayuno ya no es religioso.
El inicio del curso supone la apoteosis del lenguaje público (ese del 'todas, todos y todes') que se impone sobre una sociedad resignada a las ocurrencias coyunturales del mando. Como ya no quedan instituciones intermedias que permitan establecer una distancia –un espacio personal– entre el Estado y los ciudadanos, estos se dejan envolver y seducir por los argumentarios dirigentes.
Sin embargo, el otoño inevitable, aun con todas sus tragedias en forma de horarios y virus cada vez más exóticos, vacía las calles de turistas y de eventos. En las provincias más periféricas, podemos recuperar ahora rutinas más o menos solitarias; el bienestar del poco ruido y del paseo sin marabuntas. Y la quevedesca conversación con los difuntos. Parafraseando aquel 'Inventario de lugares propicios al amor', de Ángel González, podríamos decir que el verano está muy prestigiado, pero es mejor el invierno: la lectura se engrandece en el silencio y en la lluvia que golpea los cristales. Mucho más honda que la mentira del diputado y la propaganda del comerciante, la voz encuadernada es revelación única, privada, para cada lector.
En estos tiempos en los que hasta la ficción acepta someterse a las coordenadas de la corrección política, la lectura de determinados libros ensancha nuestro mundo, mostrándonos otras actitudes ante la grave intensidad de la vida. Aunque todos somos muy parecidos en todas partes, merece la pena romper las ataduras del prejuicio y penetrar en lógicas extrañas que, precisamente por serlo, nos muestran una realidad sincera y plural.
Todo esto parece, quizás, una contradicción. No resulta fácil asumir que la abundancia de teletipos y órdenes ministeriales palidecen ante el fenómeno literario. Pero, les propongo que prueben a dejar de lado (ojo, sólo momentáneamente) las urgencias digitales y la calistenia. Vayan a la librería o a la biblioteca y escojan un ejemplar de algún maestro antiguo que amenace con herir su sensibilidad occidental del siglo en curso. Concéntrense, lean y luego vuelvan a mirar las cosas, sintiendo cómo lo leído (forma y fondo) permanece con ustedes. Esto les dará mayor felicidad y un escepticismo armado para defenderse de todos ellos.
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