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De todos era sabido que los pasiegos cuando hacían un trato entre ellos o hacían entre sí un préstamo económico no precisaban de documento alguno, pues la 'palabra dada' era para ellos ley. Era tal su confianza en la 'palabra', rubricada con un apretón de ... manos, que hasta cuando llevaban su dinero a un banco su confianza no radicaba tanto en la solvencia de la entidad bancaria como en el empleado al que entregaban su dinero y al que, cuando lo necesitaban, le pedían su devolución total o parcial pues para ellos era a él, que no al banco, a quien se lo habían dado.
Este ejemplo de confianza en la 'palabra' –asentada en el cumplimiento escrupuloso de lo prometido por quien la daba y en la seguridad de que así sería cumplido por quien la recibía– es radicalmente contrapuesto al que nos ofrecen algunos de nuestros políticos, para los que, según podemos comprobar estos mismos días, su 'palabra' es simplemente palabrería, pues si sus compromisos con los electores –por los que se supone que estos o al menos una parte importante de los mismos les han dado su voto– en vez de hechos de palabra hubiesen sido rubricados por escrito ante un fedatario público, una gran parte de ellos estarían sentados en el banquillo de los acusados y con todas las posibilidades de ser condenados por engaño.
La democracia consiste, entre otras cosas, en votar periódicamente a nuestros representantes para que luego ellos, en nuestro nombre, decidan lo que hacer en cada caso y aprueben las leyes por las que todos regiremos nuestras vidas. Lógicamente esa cesión no significa darles manga ancha para que una vez elegidos hagan lo que quieran, sino para que dentro de un razonable margen de libertad puedan posteriormente adoptar las decisiones pertinentes, ajustándose para ello a las promesas que hicieron a los ciudadanos y por las que, más o menos convencidos de su idoneidad, los electores les dimos nuestro voto.
Es normal pensar que en el ejercicio de su labor parlamentaria o de gobierno nuestros representantes se vean obligados, en función de las circunstancias de cada momento, a adoptar decisiones no previstas en su programa electoral, y hasta que algunas de ellas se alejen bastante por situaciones sobrevenidas difíciles de prever cuando se celebraron los correspondientes comicios. Ello es entendible y adecuadamente explicado los votantes lo aceptan y, en la mayor parte de las ocasiones, lo aprueban.
Cosa bien distinta es que inmediatamente después de celebradas unas elecciones adopten decisiones absolutamente contrarias a lo prometido en las mismas, pues eso en español llano se llama engañar al personal, tomarles el pelo, reírse de los mismos, considerarlos idiotas, y cien expresiones más que definen perfectamente lo que significa afirmar hoy algo para mañana hacer lo contrario.
Y es que, ¿cómo puede interpretarse que el candidato a la presidencia del Gobierno de España del principal partido de la izquierda afirme ante todos los españoles, en el debate previo a las elecciones generales, que un pacto con un partido comunista de extrema izquierda, al que citó de forma expresa, era totalmente contraproducente y que incluir en su gobierno al líder de ese partido le impediría conciliar el sueño, al igual que les ocurriría al 95% de los españoles, para a las cuarenta y ocho horas de celebradas las elecciones abrazarse a dicho líder y confirmar que haría un gobierno de coalición con su formación política en el que estaría él como vicepresidente? De las afirmaciones realizadas en relación a los partidos independentistas de Cataluña de que ni había hecho pacto alguno con ellos ni lo haría en el futuro, porque lo que pretenden es romper España, innecesario es reproducirlas al estar aún frescas en la memoria de todos. Sirvan, una y otra, como ejemplo de lo dicho y lo hecho por algunos políticos antes y después de unas elecciones, aunque en este caso adquieran mayor relevancia, y de ahí su cita al estar protagonizadas por quien va a dirigir el Gobierno de España.
Lógica es, ante tal constatación, la siguiente pregunta: ¿Cómo se sentirán quienes dieron su confianza a tales políticos al comprobar después el engaño de que fueron objeto? Evidentemente esta pregunta sólo puede contestarla cada uno de los votantes, aunque fácil es deducir la respuesta de muchos de ellos. No es extraño, por ello, el descrédito creciente de los partidos políticos y la pérdida de confianza en sus líderes, como tampoco es extraño que ello conduzca al crecimiento de formaciones políticas, radicales y populistas, cuyo triunfo no es la mejor medicina para fortalecer la salud de nuestra democracia.
¿Llegará un día en que la 'palabra dada' por nuestros políticos a sus votantes recupere el valor de un contrato hecho ante un fedatario público y como testigos todos los españoles? Esperemos que sí pues si así no fuere, el desapego de los ciudadanos con el sistema representativo crecerá exponencialmente al pensar que el mismo sólo sirve a los intereses personales de los líderes de unos partidos que han renunciado a su razón de ser, cual es servir de vehículos de transmisión de la voluntad de los ciudadanos y de control de sus dirigentes.
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