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Quino dibujó una tira en la que Mafalda juega con sus cacharritos sentada en el suelo del salón. Su padre se acerca a la estantería, saca un grueso tomo, lo hojea un momento y lo devuelve a su sitio. «¡Así nunca vas a terminar de ... leer un libro tan gordo!», exclama la niña un tanto airada. Ese mamotreto es el diccionario y, cuando ella lo descubre, la acucian la curiosidad y la fascinación que despierta un volumen que contiene todas las palabras. Pero en una de las viñetas el manoseado ejemplar va a parar al cubo de la basura porque ¿cómo fiarse de algo que no califica 'sopa' como «asquerosidad inmunda»?
Cada uno encuentra sus motivos para enfadarse con nuestro diccionario. Somos casi 600 millones las personas que nos entendemos en el segundo idioma del planeta y es casi un milagro ponernos de acuerdo sobre él. La Real Academia Española (RAE) lo intenta. Más allá del viejo lema «limpia, fija y da esplendor», hoy su cometido prioritario es «velar por que los cambios que experimente la lengua en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico».
La Academia publicó su primer diccionario en 1780 y desde entonces han visto la luz 23 ediciones, la última en 2014. Con la digitalización de la obra, la renovación es mucho más ágil y ahora las actualizaciones son anuales. Las dudas sobre cualquier voz con la que tropecemos las resolvemos al instante desde el móvil con la aplicación gratuita de la RAE.
El Diccionario de la Lengua Española (DLE), que hasta 1925 lo fue de la Lengua Castellana, debe muchas de sus entradas más recientes a los avances tecnológicos: 'avatar', 'bitcóin', 'ciberacoso', 'ciberdelito', 'criptomoneda', 'emoji', 'emoticono', 'geolocalizar', 'orbitador', 'pinganillo', 'trol', 'videochat', 'videollamada', 'webinario', etcétera.
Durante la pandemia, lo han engrosado términos y expresiones como 'burbuja social', 'confinamiento', 'coronavirus', 'cuarentenar', 'cubrebocas', 'desconfinamiento', 'desescalada', 'distanciamiento social', 'nueva normalidad', 'seroprevalencia', 'vacunólogo', entre otros. Y, por supuesto, 'COVID'. Lo sorprendente es que, pese a ser el vocablo más pronunciado, oído, escrito y leído de los dos últimos años, la RAE lo incluyera en mayúsculas, en lugar de hacerlo directamente en minúsculas, como 'sida', que también es un acrónimo. No obstante, en su web oficial aclara que está permitido escribir 'covid' «si se lexicaliza».
En los últimos tiempos han arreciado las críticas a la Academia por mantener entradas como 'sexo débil' para referirse al «conjunto de las mujeres» y 'sexo fuerte' para nombrar al «conjunto de los hombres», por poner un par de ejemplos. Era insufrible que aún las diera por buenas. Ahora, al menos, ha introducido acotaciones para matizar que 'sexo débil' se utiliza con intención despectiva o discriminatoria y 'sexo fuerte', en sentido irónico. Pero una 'mujer pública' todavía es una «prostituta», a diferencia del 'hombre público', que es el «que tiene presencia e influjo en la vida social».
Desde su fundación en 1713, la RAE ha estado bien nutrida de 'hombres públicos', doctos señores que tardaron 266 años en sentar entre ellos a una señora tanto o más sabia. La primera académica, Carmen Conde Abellán, ocupó el sillón K en 1979. La Academia tenía en origen 24 asientos, correspondientes a todas las letras del abecedario excepto la Ñ, la W y la Y, que nunca han estado representadas. Más tarde incrementó el número de miembros y para ello desdobló cada letra en mayúscula y minúscula. Hoy son 46 académicos de número, de los que 10 son mujeres, cada vez más presentes en los nombramientos, que se deciden por mayoría absoluta y en votación secreta. Como las plazas son vitalicias, no es cuestión de desearle la muerte a nadie para que aumente el porcentaje de académicas. Siempre se pueden añadir sillones. No existen aún los de cinco minúsculas: v, w, x, y, z.
Nada tiene que ver la letra del sillón que ocupan los académicos con su cometido. Así que da igual que les toque una tan difícil como la 'ñ', que no lo es tanto. En la última actualización entró 'ñáñara', «sensación de repugnancia» como la que suscita la sopa a Mafalda. El Diccionario no puede contentar a todos, pero está vivo y atento a la calle. Ha validado, para uso coloquial, 'chiflar', 'chuche', 'pifostio' y hasta una nueva acepción para 'cobra': «Movimiento o gesto de retirar la cara para evitar un beso no deseado», para que luego digan que lo que le hizo Bisbal a Chenoa ante millones de espectadores «no tiene nombre». Ojalá la RAE se vuelva igual de rauda para «limpiar» los vestigios machistas que hasta a Mafalda en los años sesenta se le atragantarían más que el caldo con tropezones.
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