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Nuestra Constitución agrupa sus artículos en diez «títulos» y de ellos el último se refiere a los métodos para su reforma. Prevé dos clases de cambios: los ordinarios, que requieren mayorías cualificadas; y los muy de fondo, que deben superar obstáculos concebidos para Spiderman en ... su mejor momento (no es para menos, pues se refieren a la definición de España, a nuestras libertades fundamentales y a la monarquía). ¿Quién puede promover la reforma de la Constitución? El citado título otorga esta facultad al Gobierno español, al Congreso, al Senado y a los parlamentos autonómicos. Estos, sin embargo, solamente pueden dirigirse a Moncloa o al Congreso solicitando que se reforme la Constitución en este o aquel aspecto. Si no se toma en consideración, la propuesta se va a la papelera. No hay ninguna obligación legal de tramitarla.
Técnicamente, pues, el Parlamento de Cantabria podría dirigirse al doctor Sánchez o a la doctora Batet y enviarles un PDF, que debería ser defendido ante la Mesa del Congreso, en el caso de las Cortes, por tres portavoces designados en San Rafael para ser echados «a los leones» de San Jerónimo. Ya le anticipo que eso es muy improbable que suceda, porque los parlamentos autonómicos son ocupados mayoritariamente por fuerzas que también están presentes en el Congreso y, por tanto, si quieren cambiar algo del texto constitucional lo harían allí.
Pero pensar en lo que no es imposible, sino solo hoy improbable, no es pura especulación. Pues valorar qué debería incluir una propuesta cántabra de retoque constituyente nos anima a realizar un balance de lo conseguido por la actual Constitución, mucho y muy notable, y una estimación de lo que los nuevos tiempos parecen requerir.
La Constitución es la reunión conciliadora de varios contratos colectivos. Un contrato entre unitarios y federalistas: el estado autonómico. Un contrato entre monárquicos y republicanos: una Corona ceremonial y apolítica sin poder ejecutivo. Hay un contrato social, que protege la propiedad y la libre empresa, pero también al trabajador y el estado del bienestar. Esto incluye un contrato entre generaciones, pensiones para mayores y educación para mocedades. Hay un contrato entre campo y ciudad, por el que esta cede influencia a aquel mediante el modelo electoral de distritos provinciales con sobrerrepresentación rural en el Congreso y aún más en el Senado. Hay, por encima de todo, un «contrato occidental» por el que la derecha renuncia al autoritarismo y la izquierda a sus sueños de dictaduras desde abajo: se cambian por un sistema de derechos fundamentales protegidos por una justicia independiente.
Así pues, son estos los contratos: territorial, real, social, campo-ciudad y liberal. Uno podría a partir de aquí ver los problemas hoy planteados en el 41º aniversario de la Constitución. Territorial: hay autonomías que quieren más autonomía, incluso grupos que promueven la «república catalana» o, como Bildu ayer mismo, la «república vasca». De hecho, la gobernabilidad de España pende ahora mismo de tales sectores. En lo real, hay una campaña contra el trono, convergencia de separatismo postmoderno e izquierda adánica, que omiten que la mayor parte de los países más avanzados de Europa son monarquías constitucionales, como Holanda, y la mayoría de los retrógrados, repúblicas, como Polonia.
Aún más delicada es la situación del contrato social. No se pueden sostener muchas y generosas pensiones de jubilación a base de sueldos precarios y bajos. Esa cuenta no sale ni en Francia, donde Macron es embestido nuevamente por la calle al tratar de cuadrar las cuentas de la Galia social. Las estadísticas son claras: en la recesión los salarios han perdido su parte en la renta nacional; la mayoría de los contratos que se firman son de días y las carreras de cotización muy irregulares; la revolución tecnológica causa exclusión laboral; la sanidad está riesgo de perder calidad por ineficiencias; la atención a la dependencia, otro tanto. Por otra parte, autónomos y empresas en general vean coartada su libertad por una pirámide burocrática sectorial, municipal, regional y nacional que cae sobre sus cabezas haciéndoles perder tiempo y dinero.
Un país que dicen que está en gran parte «vaciado» resulta que tiene problemas de precio de vivienda. Lo que tiene vacío no es el territorio, sino otra cosa. El contrato campo-ciudad desaparece por las trabas para crear, a partir de pueblos estratégicos, ciudades medianas de servicios. Preferimos la dualidad de la España petada y la vaciada, plañideras ambas. Y así sale el «Teruel existe» y el «Cantabria existe», pero sería mejor decir «susbsiste».
Finalmente, el contrato liberal está gravemente amenazado. Cuatro poderosos deciden lo que vemos en televisión y quién sale. Las grandes plataformas digitales saben todo de nosotros y nos tienen fichados. Las redes sociales han rebajado el debate a puras invectivas y juicios paleolíticos. El emoticono nos devuelve al homínido de antes del lenguaje. Lo «políticamente correcto» ahoga el análisis equilibrado, algo que incluso ocurre en las universidades. Ahora hay que hablar con cuidado aun en eso que Husserl llamaba «la vida solitaria del alma». Es curiosa la metáfora cotidiana según la cual alguien «incendia las redes»; las redes se incendian solas, es más, nacieron para incendiarse, porque, si no, no serían negocio para las plataformas.
Bien, ¿qué podría proponer Cantabria, entonces, a Moncloa o a la Mesa del Congreso, si tuviera la calentura constituyente? Solidaridad territorial y reforma del Senado; perfeccionar el mecanismo sucesorio en la Corona; un nuevo equilibrio entre empresa y empleado, entre mayores y jóvenes, entre contribuyente y servicio público, entre emprendedor y burocracia; la regulación de los polos municipales de desarrollo con un estatuto especial (como los fueros que se otorgaban a las villas montañesas en la Edad Media); y mayores precisiones en la protección de la libertad frente a los oligopolios electrónicos.
Y además se podrían pedir dos huevos duros, como Groucho Marx en la escena del camarote de «Una noche en la ópera». Esto de constituir abre mucho el apetito, la verdad.
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Ana del Castillo
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