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Hacer pedagogía no es lo mismo que enseñar aunque así lo parezca. La enseñanza posee una parte generosa y esforzada, generalmente dirigida a los jóvenes, que además no pide nada a cambio, que es lo que identifica a la docencia.
Hacer pedagogía es otra cosa, ... relacionada, pero muy diferente. Se trata de una acción menos desprendida, aunque con mérito propio en quien la ejercita, que siempre tiene que tener prestigio y consideración detrás, no solo conocimiento.
Comunicar haciendo pedagogía es más genérico que enseñar y menos intenso. Se hace poco a poco y se transmite generalmente a más gente: un colectivo, una comunidad, un país...
La pedagogía, además, se caracteriza por ser una ciencia social interdisciplinar, dedicada sobre todo a la investigación y a la reflexión de las teorías educativas a cualquier edad, que utiliza conocimientos de la sociología, la historia, la antropología, la filosofía, la psicología o la política, ¡ah! siempre la política como conjunción o como catalizador de lo social, el quid de muchas cosas.
Si queremos entonces instalarnos en lo políticamente correcto y deseamos además hacer pedagogía, tenemos que disponer de reconocimiento anterior hacia nuestras verdades, pero para ello tendremos que haber transmitido mucha certeza previa, si no... malo.
Ahí, justo ahí, es donde falla nuestro presidente del Gobierno que ahora sale a la palestra y a la calle a ver si cambia las cosas, pretendiendo hacer pedagogía en cada región, en cada provincia, en cada esquina. Pero si no cambia él -no se espera-, va a tener que contárselo todo solamente a sus afiliados porque el resto no acude ni subvencionado. Recuerda la gente muy fácil las maniobras y las promesas incumplidas de otras veces sumado a los rollos de horas afirmando que está este Gobierno para resolver los problemas de la gente y curiosamente la gente cada día con más problemas.
No sirve para mucho tampoco la pedagogía en los viajes. Decía Umbral que no le gustaban los que contaban sus viajes, tipo Hemingway que solo era «escritor turístico», decía con su acidez característica. Algo así sucede.
Pero está todavía a tiempo de cambiar de actitud nuestro presidente, lo que le posibilitaría la oportunidad de hablar solo de emociones y poder llegar al corazón de las personas. Hablar de las emociones y no de las subvenciones. Asusta el cúmulo de nuevas promesas de dinero del que no disponemos y la gran cantidad de nuevas leyes o de propósitos y lo poco que se busca el manejo de las emociones cuando éstas sí son de la gente y conceden, en su hipotético equilibrio, gran felicidad y esperanza que se destruye rapidito si no se controlan.
Existen muchas, pero la lista más común agrupa solo a seis: alegría, tristeza, disgusto, miedo, ira y sorpresa ('Homo Emoticus'. Richard Firth-Godbehere), todas ellas pegadas a nuestra fibra más personal, a la más íntima, a la que da respuestas a la pregunta de ¿cómo te sientes?, que es la puerta del reconocimiento de lo feliz.
Para ello, tenemos que manejar una batuta capaz de ir modulándolas para concederle más intensidad y buen recibimiento a unas más que a otras. Incluso a algunas habrá que ponerles obstáculos para poder evitarlas por lo peligrosas y lacerantes que pueden resultar y hay que tratar de eludirlas sin descubrir su intensidad que podría transformarlas en puro sufrimiento.
La solución parece fácil, unas se evitan y otras se reciben con los brazos abiertos y ahí, justo, necesitaríamos ayuda, consejo, orientación... y aparece la política que debiera de beber en las cosas de cada día de los ciudadanos, pero también en la ciencia, en la historia o en la filosofía. Platón, por ejemplo, no paraba de hablar de emociones ya en el s. IV a. de C. ('Alegoría de la Caverna', 'El Banquete'...)
Hagamos de su manejo el principal objetivo de una campaña política y será todo un éxito cuando lleguen entonces al propio corazón del individuo y le podrán pedir cosas. Por ejemplo, su voto sin ir más lejos.
Del manejo de las emociones hablábamos hace días con un amigo poniendo ejemplos: «Qué privilegio haber podido conocer ambos de primera mano la alegría que se respira en un convento de clausura, nada comparable -comentamos-, sin embargo, qué tristeza presenciar el interior de la sala oncológica de un hospital».
«Para que todos seamos mejores no estaría mal que estos políticos que todo lo legislan se obligasen por ley a pasar unas horas en un convento de clausura y a dedicar algunas otras a la visita de la sala más dura de un hospital», concluimos con esperanza. Todos seríamos mejores así, manejaríamos bien nuestras emociones y distinguiríamos nítidamente lo que es importante en la vida, de lo que no lo es, para ser más felices.
Fórmulas para el manejo experto de las emociones y sensatez es lo que se debe esperar del discurso político, que el año que viene, justo ahí al lado, inundarán la atmósfera de nuestro espacio con sus proclamas. Esperémoslo emocionalmente dispuestos que falta nos hará porque a lo mejor alguna propuesta resultará de difícil digestión. Habrá que seleccionar muy bien, aunque si digo la verdad, a priori, me parece bastante fácil.
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