Secciones
Servicios
Destacamos
Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre las quejas que vertía una profesora de enseñanza secundaria en su blog de educación: dudaba de que, tras 25 años de ejercicio, volviera a escoger la profesión de enseñanza, en caso de poder volver atrás. Estaba ... cansada del cada vez peor ambiente en el aula, de la presión de las familias, de la falta de materiales y medios, del nulo poder de decisión del claustro de los institutos, del aumento del papeleo, de la pérdida de poder adquisitivo... Aseguraba esta profesora que la sociedad, en general, pero especialmente las autoridades educativas, habían perdido la perspectiva de la función primordial de los docentes: «la de hacer que su alumnado aprenda».
No seré yo quien lleve la contraria a esta profesora en sus lamentos; al revés, observo que lo que los colegas de secundaria llevan tantos años sufriendo y sucesivas leyes no hacen sino empeorar, ya se ha instalado en las entrañas de la enseñanza universitaria y ha empezado a retornar a las aulas de escuelas, institutos y facultades en forma de graduados –«egresados», como se dice ahora–, fruto de esas leyes, insertos en las diferentes etapas del sistema como nuevos maestros o profesores. Toman el relevo de generaciones que en muchos casos se prejubilan hartas, dicen, del desprecio con que se sienten tratadas por todos los estamentos educativos: ministerio, consejerías, equipos directivos, alumnos, familias y sociedad en general.
Me parece difícil revertir esta situación, máxime cuando profesores nuevos y no tan nuevos, como la maestra del blog, parecen haber asumido ese lenguaje capcioso y tendencioso del ministerio que les hace creer cosas como que su verdadera función en el sistema educativo es «la de hacer que su alumnado aprenda». Y no: nuestra auténtica función como profesores es la de «enseñar», y si puede ser deleitando, como proponía Horacio, mejor. La diferencia es crucial: enseñar es instruir, transmitir y explicar, con seriedad y rigor, contenidos de una materia determinada, canalizados a través de quien se supone que los conoce, o sea, el profesor, para hacerlos asequibles y comprensibles a quien no los conoce, o sea, al alumno. Que este aprenda o deje de aprender es algo que no depende tanto del instructor como de la capacidad, interés y estudio que ponga de su parte el instruido, sobre todo a partir de esa cierta edad en que deja de ser aquella esponja que absorbía todo lo que se le decía y pasa a ser un actor principal de su propia formación.
Naturalmente, aceptar aquella premisa errónea supone también admitir que los profesores somos responsables de lo que nuestros alumnos aprendan e implica descargar la parte de trabajo y estudio que requiere el aprendizaje de aquellos en la labor de los profesores. Así se explica que últimamente, cuando un alumno no alcanza un determinado nivel de conocimientos, su naufragio se impute, no a sus capacidades o a su falta de esfuerzo, sino a la impericia o a la exigencia de sus profesores.
Así ocurre ya en la universidad. Desde que entró en vigor el nuevo plan Bolonia, se olvida con frecuencia que esa parte fundamental de esfuerzo y estudio corresponde al alumno. Y eso explica la burocrática preocupación de la sociedad, representada esta en el Consejo Social, por las que llaman «asignaturas críticas», es decir, aquellas que en los cómputos globales de la universidad no han alcanzado un mínimo de aprobados en relación con otras. A sus profesores se les envían cartas en las que se les pide que expliquen las causas de esos resultados y las medidas para cambiar la tendencia; en otras palabras, que justifiquen su propio fracaso. Pero, como digo, está todo burocratizado: quizá para evitarse molestias y entrar a fondo en esas causas, el propio Consejo Social adjunta unos formularios con orientaciones formalizadas sobre posibles causas y sugerencias de mejora; el profesor debe elegir entre ellas las suyas. Lo terrible es que entre las causas del bajo rendimiento no figura algo tan elemental como que los alumnos no hayan estudiado; y que entre las sugerencias de mejora no figure una invitación a que estudien más.
Esta actitud confirma el vuelco que ha experimentado la educación: del enseñar deleitando de Horacio, hemos pasado a un deleitar aprobando, pues es fundamental que los chicos no sufran y se entretengan en clase; si entre medias aprenden algo, mejor que mejor.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.