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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre la gran polémica que provocó la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de París, del pasado día 26 de julio, sobre todo por esas dos 'simpáticas' escenas que tanto llamaron la atención: la supuesta recreación ... burlesca (según algunos, «blasfema») de la Última Cena de Jesús y la aparición de María Antonieta, reina consorte de Luis XVI, vestida de rojo, decapitada, con la cabeza parlante entre los brazos. Los franceses querían a buen seguro presumir y mostrarse orgullosos de dos de las grandes conquistas de su afamada Revolución: el laicismo riguroso de la Francia oficial, con escrupulosa separación de los poderes civil y religioso, y el antimonarquismo, con las simbólicas, pero miserables, ejecuciones primero de aquel rey y, meses más tarde, de su esposa.
Sin embargo, la cosa no se entendió como esperaba la organización. La Última Cena, sobre todo, causó estupor, indignación y protestas, no solo en medios cristianos, los más directamente aludidos, empezando por el propio Vaticano, sino también entre jerarcas de otras religiones e incluso autoridades políticas de otros países: consideraban la representación como una falta de respeto hacia sentimientos y creencias propias o ajenas. El organizador del evento defendió la idea y se cansó de repetir que no se había inspirado en ninguna Última Cena, sino que había sido una especie de recreación de los dioses paganos en ambiente de «Festividad», como lo denominaron: por lo visto, quería relacionar la fiesta de los Juegos Olímpicos con los dioses del Olimpo, de fiesta. Al final, ante la escasa capacidad de convicción de tales explicaciones, la organización acabó pidiendo disculpas por el parecido que pudiera haber habido entre la pretensión buscada y la realidad producida.
Y no digo yo que hubiera que tomarse a mal las eventuales coincidencias entre esa fiesta de los dioses y la Última Cena; sí digo, en cambio, que puede resultar ofensivo, como así ocurrió, ese recurrente empeño en hacer mofa del fenómeno religioso, tomando como víctima, en este caso, a la tradición cristiana europea, que tanto debe, por muchísimos conceptos, a la pagana –cuyos festejos se querían emular– tanto desde el punto de vista religioso, como del cultural (piensa, por ejemplo, en los días de la semana, en muchas de nuestras fiestas, en pinturas de los más renombrados artistas, en cierta simbología universitaria, etc.). El mundo ya sabía que Francia es el paraíso del laicismo a ultranza; que, sobre el papel, cada cual puede vivir sus creencias como quiera y que allí se respetan oficialmente (o, quizá mejor, se desprecian) cualesquiera religiones, siempre y cuando se cultiven en el ámbito particular, por mucho que a menudo sea difícil separar lo uno de lo otro: fue un contrasentido permitir que cualquier deportista musulmana de cualquier país pudiera competir con su velo o hiyab en la cabeza, si ese era su deseo, pero que no pudiera hacerlo de igual modo si fuera francesa.
La escena de María Antonieta decapitada pasó un tanto más desapercibida, pero estimo que también fue inapropiada. Se trataba claramente de subrayar y enaltecer el republicanismo, otro de los emblemas de aquella época revolucionaria que, si bien terminó con el absolutismo, no acabó con la monarquía; esta, como es sabido, volvió años más tarde, aunque fuera por poco tiempo. Pero no pareció lo más adecuado exhibir el logro de una cabeza cortada mediante uno de los inventos más «revolucionarios» de la época: la guillotina. Ahora que en Europa, como en otras partes del mundo, nos hemos hecho convencidos abanderados de la abolición de la pena de muerte, y en la Unión la consideramos «condicio sine qua non» para entrar en nuestro selecto club de países, presumir de semejante resolutivo método y de cabezas cortadas no resultó muy afortunado. Y tanto menos cuanto que existen actualmente en la Unión Europea monarquías reinantes, tan democráticas como cualquier república, alguna de las cuales, como la española, se encontraba allí presente y mantenía lazos de sangre con el decapitado rey Borbón. ¿Qué clase de cortesía diplomática llevó a la organización a enviar el sangriento mensaje de semejante botín?
Los franceses tienen grandes virtudes que han exportado al mundo y los han hecho con frecuencia admirables; pero parece que son también incapaces de desprenderse de ese famoso 'chauvinismo' que les hace pensar que lo suyo es lo mejor, lo más respetable, superior a lo de los demás países, puros aprendices y émulos suyos. En los Juegos, tan exitosos por tantos conceptos, y en esa ceremonia, por lo demás tan vistosa, tuvieron ocasión de demostrar que habían dejado atrás viejos fantasmas; pero no: allí estaban.
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