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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre el injustificado descrédito que sufre la mentira en el campo de la política, a pesar de los grandes beneficios que llega a proporcionar. Tiene tan mala fama que incluso expertos en proferirlas en cualquiera de sus ... formas (calumnias, insidias, insinuaciones, falsedades –llamadas modernamente 'fakes'–, engaños, embustes, medias verdades, murmuraciones, 'desdicciones' y hasta cambios de opinión) luchan por sacudirse el sambenito de mentirosos y por imputarlo a sus rivales. Mentira es la palabra más pronunciada en política, al menos en España.
Ahora bien, cuidado: no cualquier persona puede proclamar mentiras; se requieren unas condiciones previas que exigen al mentiroso, por un lado, carecer de escrúpulos, de convicciones firmes, de normas personales básicas, de ética y ser inmune a la crítica, a la evidencia y al sonrojo; por otro, mucha ambición, interés propio, desprecio de la moral y un colosal sentimiento mesiánico, casi enfermizo, que le lleve a creer que no hay mejor opinión y mentira que la suya. Ah, y algo muy importante: también precisa de una corte de adeptos fanáticos dispuestos a aplaudir, repetir y explicar sin fisuras las mismas consignas y mentiras ungidas por el corifeo.
Pues bien, una mentira bien planteada en forma de promesa y con aspecto de verdad en el foro adecuado (entrevistas, ruedas de prensa, programas y mítines electorales, debates parlamentarios, declaraciones solemnes…), con vistas a la obtención de un fin, nunca obliga a su cumplimiento, si es el caso, precisamente por ser mentira. Conseguido el fin perseguido, se olvidará con facilidad, pues, por alguna razón, la mentira solo queda en el imaginario colectivo a título de inventario, sin que pueda perjudicar, a largo plazo, su revelación.
Ser firme y reiterativo en la mentira evita posterior frustración y desengaños en el creyente, pues este ya sabe que ni puede otorgar crédito a quien la formule ni esperar nada de él, conocedor como debe ser de que, en efecto, puede ser y es mentira todo lo que diga el mentiroso. Es preciso, pues, mentir de continuo para llegar a esa especie de 'nirvana' de la falsedad.
Un beneficio no menor de la mentira es que puede desmentirse en cualquier momento que interese al mentiroso: no habrá de importarle lo que haya dicho antes ni que hemerotecas, radios, televisiones o diarios de sesiones desdigan sus palabras; nuevas e infundadas afirmaciones lavarán el rubor de las anteriores y serán las que cuenten en adelante, porque las circunstancias cambian y las mentiras con ellas sin que aflore bochorno alguno.
La mentira justifica plenamente la transgresión de cualquier principio, propio o colectivo, por lo que el político no tendrá obligación ética alguna de respetarlo. Al contrario, conculcarlo será señal de evolución y progresía, porque no se puede vivir anclado en las ideas del pasado, por probadamente buenas que sean. Esto causará enfado y gran rabieta en el oponente, que desgastará sus fuerzas en denunciar con toda razón las mentiras pasadas, sin avizorar las presentes ni, mucho menos, las futuras que ya se estén fraguando. Los principios no existen cuando se trata de salvaguardar un bien superior y hasta supremo, como lo es el personal del mentiroso.
Y si el descubrimiento de la mentira le resulta indiferente al mentiroso, acostumbrado como están la sociedad y él mismo a ello, imputar mentiras al rival, aunque sean mentiras, tendrá el cruel resultado de igualarlo a él y, por lo tanto, devastarlo y destrozar sus argumentos. Se percibirán, así, como buenas, comprensibles y necesarias las mentiras propias y asumidas y como perversas y movidas por fines espurios las imputadas a los demás.
En fin, llegada la hora de rendir cuentas, lo que siempre ocurre, admitir mentiras evidentes y disfrazarlas de dignísima honradez puede volverse a favor del mentiroso, que siempre alegará obligación debida a un contexto inesperado de altos vuelos, opaco para oposición y vulgo, afortunado beneficiario del buen quehacer del mentiroso.
Como ves, no se entiende la mala fama de la mentira; y, al revés, debidamente usada y administrada, practicada como arma política con perseverancia y sentido de la oportunidad, siempre tendrá disculpa y aceptación. El único problema que puede acarrear la mentira es que, por bien que se forje, manipule y ejecute, suele tener efectos perversos en la realidad, que es muy tozuda y tiende no ya a persistir tal cual es, sino incluso a empeorar de modo difícilmente reversible. ¿No es verdad?
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