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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre lo difícil que resulta entender lo que está pasando en el ya famoso convento de Belorado y sobre lo lejos que, en todo caso, parecen estar las «hermanitas» residentes de lo que la fundadora de la ... orden, santa Clara, predicaba, allá en el siglo XIII.
Las hermanas publicaban muy indignadas el pasado 8 de mayo un largo y capcioso manifiesto en que denunciaban el «latrocinio» de la fe por el Concilio Vaticano II y muchas de las «herejías» cometidas por cada uno de los «usurpadores de la cátedra de san Pedro», desde «Mons. Roncalli, alias Juan XXIII», convocante del Concilio, hasta las del «Sr. Bergoglio, alias Francisco». Proclamaban su adhesión a anteriores concilios ecuménicos y su «sumisión al Ilmo. y Rvdmo. Sr. Dr. D. Pablo de Rojas Sánchez-Franco».
No tardó en aparecer por el convento el susodicho Pablo de Rojas, falso obispo tiempo atrás excomulgado, junto con su acólito, el falso cura José Ceacero. Ambos ingresaron para desempeñar la nueva dirección espiritual de la comunidad y pareció que eran ellos quienes habían urdido todos aquellos tejemanejes en busca de una casa en que aposentar sus sueños de grandeza. Entretanto, el arzobispo de Burgos, con mandato papal y plenos poderes, intervino las cuentas de las monjas y las llamó a su tribunal eclesiástico a confirmar o retractarse de sus acusaciones. No acudieron, pero se ratificaron en su postura y quedaron excomulgadas, con orden de abandonar el convento. En un cambio de estrategia, expulsaron a sus nuevos guías espirituales y los sustituyeron por otros asesores, menos gaseosos y sutiles, pero más útiles y sólidos ante el inminente enfrentamiento judicial: los de un despacho de abogados de Santander.
El problema de fondo pudiera tener un origen menos teológico y más mundano. Por lo visto, las monjas compraron un convento nuevo y pretendieron vender el viejo. No pudieron vender el viejo, ergo no pudieron pagar el nuevo, donde ya residen desde 2020; culpan de todo al arzobispo de Burgos y al Vaticano. Quizá de esta fuente manen los lodos de aquel manifiesto y la denuncia al propio arzobispo de Burgos, al que acusan de «violación del derecho fundamental de asociación y el principio de separación, libre separación voluntaria, así como también por abuso de poder y por usurpación de la representación legal», aparte de tacharlo de mal gestor.
El arzobispo, por su parte, ante la negativa de las exmonjas a salir del edificio, ha emprendido la vía judicial, muchísimo más lenta que la eclesiástica y de resultados inciertos. De hecho, ellas han transformado su comunidad en una asociación y denuncian en un vídeo la asfixia económica y la mala reputación que la situación les provoca. Para la Iglesia oficial y, probablemente, para la ley, ya no son más que okupas del convento, por lo que no podrán ser desahuciadas fácilmente: carentes de recursos, sin acceso a sus cuentas y sin tener supuestamente a dónde ir, son personas vulnerables a las que la actual ley de vivienda protege… con el dinero del propietario.
Y ahí siguen, pero qué lejos de aquel espíritu de renuncia y entrega que llevó a santa Clara a seguir como una sierva a san Francisco de Asís, a fundar la orden a que pertenecían las monjas excomulgadas y a redactar la primera regla de vida concebida por una mujer. Una de las características de la orden era que, a diferencia de las monásticas, era pobre, sin sede fija y mendicante; sus integrantes no debían poseer nada ni sentirse ligados a un monasterio concreto, sino estar a disposición de los priores para predicar y atender necesidades, donde quiera que se produjeran, sin destino cierto.
El comportamiento de las hermanas de Belorado ha sido muy contrario a ese espíritu original. El voto de obediencia lo han trocado en rebeldía, cisma y sumisión a un impostor; la disponibilidad se ha convertido en apego a un monasterio mal comprado; la pobreza mendicante en algo mucho más moderno, en campañas de 'crowdfunding': la venta de sus apreciados dulces, presentados con glamour en Madrid Fusión de 2020, no da para pagar las deudas; y lo que antaño hubiera sido motivo de horror y desesperación para cualquier creyente, la excomunión, no parece haberles afectado: como si nada hubiera ocurrido, han transformado su comunidad en una asociación de sonrientes doncellas virtuosas que, con mundana habilidad de veinteañeras, pero sin dejar el hábito, proclama críticas y herejías y lanza comunicados en las redes sociales en busca de un «trending topic» con que rehabilitar su imagen. Muchos añoran a Berlanga.
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