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El pasado 8 de septiembre, con toda la parafernalia mediática de su aparato estatal, China declaró la epidemia de coronavirus erradicada en su territorio. Desde ... hace semanas, en China, el número diario de nuevos casos no supera las dos docenas y son, todos ellos, importados del extranjero. Además, China es la única gran economía del mundo que crece actualmente (11% durante el segundo trimestre). El país en el que se originó una crisis global que deja ya un millón de víctimas y 33 millones de infectados en todo el mundo, sale reforzado, saca pecho y da por cerrado su capítulo coronavírico. Paradojas del siglo XXI.
Esta situación contrasta con el miedo que se vive en Occidente al saber que el virus sigue en nuestras calles y vamos a continuar conviviendo con él durante meses o, tal vez, durante años, como indican algunos estudios. Miedo fundado al conocerse que la vacuna va a tardar aún meses en estar lista y cerca de un año en ser inoculada de manera efectiva a un porcentaje suficiente de la población. Miedo a una recuperación económica que no acaba de arrancar. Miedo a seguir indefinidamente en manos del azar.
Si evitar contagiarse de este virus depende de dos factores: distanciamiento y suerte, ¿qué han hecho los chinos para vencer eficazmente al virus? Anular el factor suerte. Maquinaria propagandística china a un lado, quiero destacar un logro que salta a la vista: la eficacia del control digital de la epidemia en países donde esta ha sido prácticamente derrotada (China, Corea del Sur, Taiwan o Singapur). Aquí la normalidad se ha recuperado completamente, se han eliminado las restricciones a la movilidad, el distanciamiento social, los controles de temperatura o el uso de las mascarillas. Los chinos ya han dejado atrás el virus y el consumo, el ocio y las exportaciones superan a las del año 2019. El «Big Data» salva vidas y ha permitido volver a una normalidad «monitorizada» (pero normalidad, al fin y al cabo).
Occidente dispone de herramientas tecnológicas suficientes para un rastreo efectivo de los contagios, así como de mecanismos legales que garanticen la proporcionalidad en el seguimiento que se haga a la ciudadanía y la seguridad en el tratamiento de esa información. Efectivamente, la monitorización digital de la epidemia plantea numerosos desafíos en el control, procesado y recuperación de esos datos, pero la alternativa actual equivale a no plantar árboles para evitar incendios. El derecho fundamental a la privacidad que protege el intrusismo en nuestros dispositivos móviles y el acceso a nuestros datos, no está por encima del bien común. Lo que está en juego actualmente es, nada más y nada menos, que eso, el interés general: salvar vidas y recuperar la normalidad.
Esta pandemia deja un logro insólito: por vez primera en la Historia se ha antepuesto, de manera global y masiva, el derecho a la vida de millones de personas frente a consideraciones económicas. Paradójicamente, en aras de proteger nuestra intimidad y la privacidad de nuestros datos, en Occidente hemos decidido convivir con el virus, manteniendo una serie de medidas de protección y distanciamiento social para recuperar una extraña «normalidad», a cambio de jugar a diario una «ruleta rusa» en la que se reduce, pero no elimina, el riesgo de contagio. Con esta estrategia, el factor suerte sigue siendo decisivo. Se contratan «rastreadores» humanos para realizar un trabajo de rastreo que, digitalmente, sería infalible. La única manera realmente eficaz de vigilar la propagación del virus y el cumplimiento efectivo de las cuarentenas es la tecnológica. Estamos intentando contener una gotera con un colador.
Más paradojas: a diario cedemos nuestros datos, sin pestañear ni apenas detenernos en la lectura de los términos y condiciones de uso correspondientes, a todo tipo de corporaciones de dudosa procedencia o de prestigio reconocido. Estamos siendo permanentemente monitorizados y geolocalizados por empresas que acumulan, procesan y venden la información que generamos al emplear sus servicios: somos fábricas de datos. Nuestros datos, como el coronavirus por nuestras calles, circulan ya libremente por Internet. ¿Cuánto más vamos a esperar a un control digital masivo de esta crisis? ¿Hasta dónde ponderan las libertades individuales en una sociedad hiperconectada en la que la única respuesta eficaz ante un problema común, como esta pandemia, es la colectiva?
El control digital de la epidemia no puede ser discrecional. O todos nos prestamos a un control efectivo de nuestros movimientos en aras de contener el virus, o el esfuerzo de unos pocos es inútil. De nada serviría que unos coches circulasen con seguro y otros no, por eso es obligatorio. Incluso en un sistema democrático como el nuestro, hay determinados controles que no se encomiendan a la libre voluntad de los ciudadanos. El gobierno, velando por el bien común, interviene en estos casos de manera paternalista y vela por el interés general. La monitorización digital de nuestra vida, como la distancia social o las múltiples restricciones que padecemos, son una verdadera molestia y un fastidio, pero peor es morirse.
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Ana del Castillo
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