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L a bofetada que Will Smith propinó a Chris Rock en la gala de los Oscar ha sentado, como temíamos, un peligroso precedente. Hace unos días, el cómico Dave Chappelle fue atacado por un hombre que intentó derribarlo mientras actuaba en el Hollywood Bowl de ... Los Ángeles. Imaginamos que el agresor se vio, de algún modo, inspirado por el supuesto arrojo del protagonista de 'Soy leyenda'. Es sabido que la moda y las acciones de los famosos son hoy, en fin, las principales referencias a la hora de establecer límites morales y pautas de comportamiento.
Antes de la impresentable agresión de Smith, la costumbre obligaba al personal a soportar con una sonrisa más o menos forzada cualquier broma de mal gusto. La ilusión, esa barrera invisible que, tradicionalmente, ha conferido un sentimiento de seguridad al poderoso y al artista, parece ahora disolverse. La copa se ha desbordado y este no es más que un ejemplo (otro más) del permiso como propiciador de violencias. En la historia, hay innumerables ejemplos de la querencia sacrificial de los individuos, que, abrigados por la masa, pasan, en un momento, de la adoración al linchamiento; de la deportividad al tumulto. Piensen en Gadafi, Ceausescu o Sadam Husein, que una vez fueron ídolos populares y terminaron ejecutados por sus antiguos súbditos. Pero, no hace falta irse tan lejos.
El mecanismo de la violencia permanece inscrito igualmente en la política democrática. De hecho, el fomento del odio es la única fórmula que se ha demostrado útil para producir cambios sustanciales en la representación institucional. Ahí tenemos a nuestros nacionalistas de la periferia, verdaderos maestros en el arte de sembrar atentados, diferencias y desprecios contra la mitad de la población, manteniendo inalterado su prestigio. O también a los populistas de izquierda o derecha y su totalitarismo de red social. Los Iglesias y los Abascal (Le Pen y Mélenchon, el comedor de socialistas), entrelazados en un baile de enardecimiento contra la casta, los inmigrantes o los ricos. Aquella cita maoísta «tenemos razón al rebelarnos», rehabilitada, en definitiva, en nuestros otrora dignos estados occidentales.
La violencia política de la sociedad contra sus enemigos (siempre individuales e indefensos) es la más cruel y, curiosamente, la única que conserva su buena prensa en una época favorable a reivindicar a todas las víctimas del planeta. No conviene olvidar, en este punto, que la violencia no es nunca espontánea o fruto de la desesperación del humillado. El radical que acosa al adversario, aprieta un gatillo o encierra a su prójimo en un zulo responde a un permiso previamente dado por otros que, más adelante, podrán recoger los frutos y disfrutar de las suculentas prebendas partidistas.
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