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Ironizó Dalí: «¿Picasso comunista? Yo tampoco». Y, fiel a esa desbordante imaginación suya que le permitió rememorarse en forma de fosfeno en el útero materno, del mismo modo habría ironizado: «¿Picasso Ibero? Yo tampoco». Vestir al santo para sacarlo en procesión ... es inveterado hábito carpetovetónico. Para procesionar a Picasso en tiempos de pandemia le han confeccionado un hábito que le queda un tanto rabicorto. ¿Quién? Los 'mediadores culturales'. Que son quienes viven del arte (y nada mal por cierto) sin haber escrito un libro, pintado un cuadro, dirigido una orquesta o tocado un clarinete.
PICASSO IBERO reza en la cartelería del Centro Botín. ¿Y puestos a mirar por el retrovisor, por qué no PICASSO ALTAMIRANO? Pésimo artista es quien sólo tiene una influencia. El artista de ley es todos aquellos artistas que le han precedido. Porque el ADN vehicula la transmisión hereditaria. Saltando de lo protohistórico a lo prehistórico, se constata que hace millares de años una mano anónima pintó en Altamira un toro con sus cuatro patas firmemente sentadas sobre la imaginaria línea del suelo. Su descubrimiento alcanzó gran notoriedad en la prensa finisecular (XIX a XX). El toro de Altamira se sublimó al punto como referente universal. Picasso supo de ese toro y de su hermano el bisonte. Y hete aquí que, el 2 de noviembre de 1945, entró en el taller de litografía de Mourlot, en la parisina rue de Chabrol, pidió piedras litográficas y, trabajando más horas que tiene el día (es un decir), confirmó que «su obra es una suma de destrucciones». ¿Cómo? Entregándose al mayor aquelarre de toros representados que los tiempos recuerdan. Sus variaciones litográficas sobre el toro incluyen el de cabeza de mosquito y el de genitales como campanos. Buscando su toro, Picasso recaló en el toro de Altamira. Compruébese en el Centro Botín, donde se muestra la serie que más miradas concita.
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