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Los muchos amigos de toda la vida que últimamente le van saliendo a Eduardo Pisano, pintor de Torrelavega, sabrán (en su supina ignorancia) que este ... representó infinidad de Cristos. Con trazo expresionista, preciso y nervioso, electrizante. Cristo en la cruz, inerme o exangüe. Con faldón o enagüillas, por paño de pureza. Preguntado al respecto, me aclaró sentirse inspirado por el recuerdo de los crucifijos ante los cuales se arrodillaba su devota madre a orar por los difuntos. Y por los que posteriormente memorizó en la adusta Castilla, en sombrías iglesias y sacristías mesetarias. Y, finalmente, por los copiados cuando peregrinó a Madrid, con Mauro Muriedas, a llevarle al pintor Solana un queso azul con gusanos blancos. Que glotonamente se zamparon, uno a uno, a dedo, con vino peleón del bueno en frasca de vidrio de culo grueso.
En el tornaviaje en tren, mientras Mauro roncaba como un santo, Pisano memorizó de corazón el poema de Unamuno al Cristo de Velázquez, del cual me recitó de corrido en La Posada del Mar su más atronador pasaje: «De pie y con los brazos bien abiertos y extendida la diestra a no secarse, haznos cruzar la vida pedregosa -repecho de Calvario- sostenidos del deber por los clavos, y muramos de pie, cual Tú, subamos a la gloria de pie, para que Dios de pie nos hable y con los brazos extendidos. / ¡Dame, Señor, que cuando al fin vaya perdido a salir de esta noche tenebrosa en que soñando el corazón se acorcha, / me entre en el claro día que no acaba, fijos mis ojos de tu blanco cuerpo...».
Que los cristos con faldellín que Pisano pintaba de memoria fueran la fuente nutricia de la que bebió el poeta metido a pintor José Hierro es harto probable. De este, el 'Cristo de las Enagüillas' es magnífico ejemplo. A los que más seguirán.
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Ana del Castillo
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