Cumbres

Más allá de peliagudas cuestiones geopolíticas, ya podemos identificar un primer damnificado de esta expansión deportiva: la palabra cumbre. Antes las cumbres eran algo serio. Se reunían en Yalta Churchill, Stalin y Roosevelt y aquello sí que era una señora cumbre. Había algo majestuoso, himalayesco, en ese concepto. Los lectores de periódicos deportivos sabemos, sin embargo, que ahora se celebran cumbres cada dos por tres: de pronto se juntan en una mesa el entrenador y el médico del equipo para analizar la sobrecarga muscular del lateral izquierdo y aquello se convierte en una cumbre. La marea léxica es arrolladora.

El otro día Sánchez recibió a su vicepresidenta segunda, a la que ve todos los días, y varios medios calificaron el encuentro de cumbre. La exigencia se está volviendo agotadora. No han dado las diez de la mañana y ya he celebrado tres cumbres: una con mi hijo, otra con el panadero y una tercera, la más relevante, con el perrito, que ladraba y ladraba en el pasillo como poniéndome aranceles.