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Ya las filtraciones de días previos anunciaban un informe científico cuasi-apocalíptico sobre el cambio climático. Seguramente las altas esferas de Bruselas conocerían los borradores iniciales y por ello, con motivo del coronavirus, aceleraron el paso de la transición ecológica. Muy reciente ha sido ... el compromiso de reducir para 2030 en un 55% las emisiones de gases de efecto invernadero respecto de lo contaminado en 1990. La transición será acelerada.
Sostenía el siempre ocurrente Unamuno que el verdadero motor de la historia no era ni la economía de Marx ni el erotismo de Freud, sino el aburrimiento. El ser humano tiene que hacer cosas para no aburrirse, pues en caso contrario la existencia le resultaría insoportable y caería en la disolución personal y social. ¿Quién no puede ver este fenómeno en muchos estratos de los países avanzados? Es la falta de finalidad. Así que los países que aún sufren graves problemas disfrutan al menos del consuelo de que sus ideales quedan prístinos: acabar con el hambre, etcétera. Pero el que tiene todo eso relativamente controlado, ¿de qué ideal va a vivir? De ahí la inteligencia del presidente Kennedy cuando propuso la frontera del espacio.
Por su parte, Ortega pensaba que Europa emprendería un proyecto común cuando le llegase el peligro desde oriente: la coleta del chino asomando por los Urales (tenía algún tipo de tirria a los chinos, que no logro explicarme) o alguna explosión del 'magma islámico' (en esto fue clarividente). Entonces Europa tendría una meta vital, una empresa colectiva. Pero a pesar de las tiranteces en las relaciones con el 'capitalismo rojo' del bajo coste, y de las perturbaciones constantes en la franja árida que acaloran demasiado a las personas desde el Atlántico hasta Mongolia, lo que realmente puede convocar hoy a una acción combinada es el riesgo que corre la civilización en su base misma: el entorno natural.
El informe del cambio climático, pues, marca un hito para que no haya aburrimiento histórico y para que no se concentren las posibilidades federativas solamente en levantar la muralla china contra los chinos, o apagar volcanes con el agua del Mediterráneo. Ahora ya hay una meta que cumplir: salvar la habitabilidad del planeta. Y esta es una fuente legitimidad para articular mayorías, tomar decisiones, cambiar leyes, estilos de vida...
Una característica fundamental de todo ello es que debe ser planificado, y por tanto incluir un aparato tecnocrático relevante, tanto público como privado. Hace ochenta años, un sociólogo al que ahora estoy leyendo más y mejor, Karl Mannheim, consideraba que su época estaba experimentando una inevitable transición entre el individualismo liberal del 'laissez-faire' y una sociedad que, por ser de masas y urbes, resultaba inviable en ausencia de planificación. Esta podría realizarse de dos maneras: o con una dictadura burocrática, al estilo de las aplicadas por la URSS, Italia y Alemania, o bien con una 'Planificación para la libertad', en la que fijar las coordenadas del desarrollo social fuese compatible con la libertad personal. Así, con su lema Planning for Freedom, se unió a los liberales anglosajones que encontró en el exilio y que están en el origen doctrinal del Estado del Bienestar. En el exilio, porque Mannheim, que venía en su juventud de la república soviética húngara desbaratada por el ejército de Rumanía en 1919, huyó a Viena y de ahí a varias ciudades universitarias de Alemania, donde hizo su primer renombre. Como judío de Budapest, tuvo que poner después el Canal de por medio y refugiarse en las universidades británicas. Y con los liberales, porque la planificación de Mannheim es no restrictiva, sino inclusiva; para la justicia social más que para la absoluta igualdad; para una sociedad no sin clases, sino sin extremas riqueza y pobreza; para un estándar cultural que no sea nivelación por abajo ni desdén por tradiciones valiosas; para el equilibrio entre concentración y dispersión del poder; para estimular el crecimiento de la personalidad. En suma: «planificación, pero no regimentación». Luego, claro, hay que poner el cascabel al gato.
En su libro 'Ideología y utopía', publicado cuando aún vivía en Alemania, y quizá el más famoso suyo, aunque lo encuentro algo embarullado, Mannheim señala que la utopía es necesaria para ofrecer sentido. Sin utopía, dice, «afrontaríamos la mayor paradoja imaginable, a saber, que el hombre, que ha alcanzado el más alto grado de dominio racional de la existencia, se convierte, al quedarse sin ideales, en una mera criatura de los impulsos».
El problema, que Mannheim también vio, es que en su utopía antiutópica de técnica social no se puede «planificar a los planificadores». Es decir, serán algunos grupos ya existentes los que asuman, por su acceso al poder, la planificación. La cuestión es si esos grupos actúan como dictadura burocratizada cuya constitución se resume en la Ley del Embudo, o hay un control democrático. Toda gran transformación ha sido disruptiva para alguien. ¿Se puede planificar la inclusividad?
Cantabria aprobó en la pasada legislatura un programa contra el cambio climático, que pareció adoptado en la clandestinidad, por lo que a la opinión pública se refiere, pues a nadie entusiasmó y a casi nadie comprometió. La falta de liderazgo en ese asunto fue espectacular, y un síntoma de que es difícil que la autonomía cántabra no se limite, en muchos casos, a ir a rebufo de las modas políticas, sin ser capaz de anticiparse a las tendencias de nuestro tiempo. Nunca un asunto tan crucial despertó menos interés incluso en el propio gobierno, a la vista de la falta de ambición de numerosas propuestas. Se hizo el documento para cubrir un expediente, no con la convicción de tener una misión. Ahora sí, brotarán como champiñones los candidatos a héroes del aire acondicionado global. Hay una meta que sustituye el negro vacío de otros apartados esenciales (eficiencia pública, gestión demográfica). Que vienen del vacío de sentido del devenir: ¿qué quiere hacer Cantabria consigo misma? A los 40 años no es pregunta ociosa, pero el apocalipsis ha venido en nuestro auxilio: ahora la utopía es sobrevivir; ideal e impulso coinciden.
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