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«¿Y a esto lo llaman arte?» Es la frase de moda esta semana entre todos los que no estamos a la última en las tendencias actuales, gracias al más reciente golpe de efecto de una historia de sobra conocida, en la que un artista ... da la campanada con la ocurrencia más chocante que se le ocurre, los medios la amplifican en cuanto huelen el escándalo y el público en general la santificamos con esa relación ambivalente, entre la admiración y el desprecio, del que piensa que le están tomando el pelo pero tampoco quiere abrir el pico para acabar de confirmar su ignorancia.
A grandes rasgos, el guión ha sido rapidísimo: el artista italiano Maurizio Catellan, original donde los haya, en lugar de colgar un cuadrito en la feria Art Basel de Miami, pegó un plátano a la pared con cinta adhesiva, lo tituló 'Comediante' y le puso un precio de ciento veinte mil dólares. Bingo. No hay nada como un poco de provocación para encender la mecha del éxito artístico. Desde la denuncia del mercadeo en el arte moderno o el desfase creativo llevado al extremo, los ríos de tinta –ahora, de bits– han corrido para que artista saltara del circuito especializado a los telediarios, lo que seguramente supondrá añadir algún cero a su cotización. Sobre todo, cuando apareció un segundo artista, lo despegó de la pared y se lo zampó, con las cámaras de testigo.
Es decir, que mientras los mortales nos quedamos discutiendo si será plátano o banana, si todavía sería comestible, si la cinta es americana o aislante o si Catellan tuvo una idea genial o si es que se había dormido en los laureles y se encontró con que quedaban diez minutos para inaugurar la exposición y todavía no había pintado nada –nunca subestimen el poder de un procrastinador cuando lucha contra el reloj–, lo verdaderamente importante es que, a partir de ahora, las próximas obras que realice el artista, en vez de costar cien mil igual suben hasta el millón.
Pero esto no es nuevo, ni mucho menos. Ni la frase –también en su variante de «esto lo pinta mi sobrino de cinco años»– ni de lo de epatar al burgués, que ya lo inventaron los franceses cuando la burguesía tenía mala prensa. Y si a Duchamp le salió bien lo de pintar bigotes a la Mona Lisa y colocar urinarios del revés, ¿por qué renunciar al ingenio, si tampoco se hace daño a nadie? ¿Acaso no engrandeció su leyenda Dalí regalando a Harpo Marx un harpa con alambre de espino en vez de cuerdas? Y el cómico correspondió sacándose una foto con las manos llenas de tiritas y vendajes.
Cierto que hay mucha gente cabreada con todo este asunto bananero, pero la verdad es que ya iba siendo hora de que ocurriera algo divertido en el arte actual. Seguro que los vanguardistas están bailando en sus tumbas.
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