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Lo peor que le puede ocurrir a una persona es caer en la mediocridad. Porque el mediocre no suele ser tonto o ignorante, más bien ... actúa generalmente con eficiencia y muestra obediencia a lo que le mandan. Hace lo que le dice su gente. El mediocre no genera nada nuevo, obedece ciegamente el camino que le han marcado. Donde hay un mediocre seguro que surgirán más porque pronto habrá hecho prosperar a otros semejantes.
Adoramos la mediocridad: continuamente convertimos a los mediocres en líderes de opinión, les proporcionamos popularidad, les otorgamos la gestión de lo colectivo. Porque un mediocre es fácilmente reemplazable por otro mediocre. La mediocridad se alimenta de la vagancia, de la falta de esfuerzo. No quiere sobresalir, no asume riesgos para no equivocarse. Prefiere una vida sin sobresaltos, siendo del montón.
Hoy se ha inventado una palabra: 'mediocracia', es decir, el gobierno de los mediocres. Para instalarla basta una buena dosis de sumisión, alguna sonrisa a tiempo, reverencia para con los jefes y mirar hacia otro lado, cuando se producen atropellos. Y si es necesario, se expulsa del terreno de juego a los mejores.
Los mediocres han tomado el poder y nos gobiernan en todos los ámbitos: económico, cultural, político... El filósofo y profesor canadiense Alain Deneault, publicó en 2019 un libro titulado: 'Cuando los mediocres llegan al poder'. Si la meritocracia era el gobierno de los mejores, la mediocracia sería el gobierno de los mediocres. El deterioro que padece la imagen de la política aleja de ella la gente con talento y se nutre de mediocridad que la desprestigia.
El mediocre toma decisiones con el único objetivo de agradar, sin tener en cuenta los efectos negativos de ellas. Faltos de imaginación y arrojo, trabajan para no importunar y así aseguran su supervivencia. No toman medidas impopulares porque por lo menos aseguran que no fracasan. No se rodean de personas brillantes porque pudieran dejarles en evidencia. La falta de imaginación la suplen con ocurrencias.
La gran tentación que acecha al cristiano es la mediocridad, renunciar a la santidad. La mediocridad es más sutil que la tibieza. Porque puede pasar desapercibida a los propios ojos justificándola como prudencia, como virtud.
El mediocre no niega la llamada universal y personal a la santidad. Pero la ve imposible en la práctica. El mediocre renuncia a acoger los dones Dios, se conforma con ser buena persona. Atiende mucho más a lo exterior que a lo interior, da más importancia a lo natural que a lo sobrenatural. Pero no nos engañemos: creerse incapaz de grandes cosas no es humildad, sino pereza o soberbia encubierta. Contra ella hay que vigilar y defenderse.
Una cosa es ser consciente de las propias limitaciones y no ambicionar lo que nos supera y otra cosa es el apocamiento de quien no se valora a sí mismo y renuncia al heroísmo.
Me refiero al heroísmo de las cosas pequeñas o de las cosas grandes, que Dios en el correr de la vida nos irá presentando sin nosotros pedirlo o desearlo. A algo de eso se refería Jesús cuando echaba en cara a sus discípulos ser 'hombres de poca fe', incapaces de confiar y de atreverse, de soltar amarras y de remar mar adentro.
En el prefacio de una monumental obra dedicada a Georges Bernanos, H. U. Von Balthasar escribía: «La mayor desgracia de este mundo, la gran miseria de este mundo no es que haya impíos, sino que nosotros seamos unos cristianos tan mediocres, y yo temo cada día más que seamos nosotros los que perdamos al mundo, los que atraigamos sobre él la ira. ¡Qué locura pretender justificarnos presumiendo con orgullo de poseer la verdad, la verdad plena y viva, la verdad que libera y que salva! ¿De qué nos sirve, si esa verdad es estéril en nuestras manos?».
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