Podríamos ser nosotros
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China, con el virus controlado y sin nuevos casos de contagio local desde hace meses, no baja la guardiaRegresar a China, en plena pandemia, no es fácil ni agradable. Tras varios meses fuera del país, al fin, he podido «regresar». Lo escribo así, entre comillas, porque estas líneas se escriben, aún, desde la habitación de un hotel estatal en el que estoy cumpliendo ... las dos semanas de cuarentena estricta a la que debemos someternos todos los que llegamos de allende sus fronteras y somos sospechosos de portar el virus. Cumplidos esos 14 días, otra semana de cuarentena domiciliaria. Bromas, las justas.
El retorno no es automático para nadie, ni siquiera para quienes, como yo, tenemos aquí fijada nuestra residencia permanente desde hace tres lustros. China se ha tomado muy en serio el virus y ha logrado controlarlo. Y, como China, también otros países -casi sin excepción- asiáticos: Singapur, Japón, Corea, Hong Kong o Vietnam. La fórmula del éxito de sus gobiernos no es secreta: decisiones eficaces, coordinadas, estratégicas y bien comunicadas, sin politizar la epidemia ni emplearla como arma arrojadiza con fines electorales. Sus poblaciones, acostumbradas a confiar en el buen criterio del gobierno, han respondido en bloque, de manera ordenada y obediente. Otra vez, Confucio.
Para volver a China ahora hacen falta muchas ganas, preparar bien todo el proceso y tener buenos contactos (irónicamente, se parece mucho a la estrategia que exige tener éxito en los negocios en China). En fin, toda una odisea. Para empezar, uno debe obtener una preaprobación del Consulado chino y someterse a sendas pruebas serológicas y de antígenos (en uno de los laboratorios autorizados por las autoridades chinas). Sólo 8 o 10 horas antes del despegue, el aspirante a viajero sabe si podrá, o no, volar. Durante el trayecto: caras serias, pocas palabras, no se sirve comida caliente y la mascarilla debe mantenerse puesta durante todo el trayecto (12 horas).
La llegada a China es una escena surrealista sacada de una novela a medio camino entre Orwell, Asimov y Stephen King. Uno tiene la sensación de haber aterrizado en la UCI Popular de China. En la misma pista de aterrizaje, un equipo de «cosmonautas médicos» entra en el avión y le toma la temperatura a todo el pasaje, tras lo cual el viajero penetra en un laberinto de túneles de plástico y tiendas de campaña donde el único contacto humano que tiene es con funcionarios completamente enfundados en EPI. A partir de ahí, un periplo de dos horas: formularios, controles de temperatura, múltiples QR, comprobación de documentos y las dos PCR más angustiosas que me han hecho en un año (y creo llevar no menos de 20 entre pecho y espalda). En fin, chinadas. Una vez se ha pasado inmigración, los «penitentes» somos conducidos -en un autobús oficial también completamente plastificado- a un hotel medicalizado aleatorio, completamente abrasado después de meses de desinfección y fumigación constante, donde se nos recluye -a nuestras expensas- en una modesta habitación en la que pasar dos semanas de completo aislamiento. Bandejas de comida (de avión) tres veces al día, cuatro tomas de temperatura diaria, pastillas desinfectantes para el WC y una PCR adicional antes de la libertad. Riesgo cero. ¿Y todo esto para qué? Para poder vivir, de nuevo, con la certeza de que no hay virus. Y aquí ya no lo hay. No puede haberlo: estas medidas draconianas sirven, precisamente, para eliminar cualquier posibilidad de importación de contagios y rebrotes. En España, en nuestras ganas inmensas de que el virus se vaya cuanto antes, actuamos como si, de verdad, se hubiese ido, pero no es así. No hay mayor peligro que los pensamientos ilusorios. Tal vez la ultraprudencia China sea exagerada, pero nuestra temeridad lo es mucho más.
En la televisión veo escenas dantescas del virus desbocado en India, llevándose por delante a miles de personas y pienso: «no hay atajos hasta ganar la inmunidad de grupo, podríamos ser nosotros». Veo atónito, también, las bochornosas imágenes del desparrame verbenero y el pitorreo padre en que se ha convertido el fin del estado de alarma en España. Yo tengo muy fresco el recuerdo de mis 18 años y de mis 28. Y sé que hay que aprovecharlos mientras duran porque no vuelven nunca más, pero aún no podemos bajar la guardia. China, con el virus controlado y sin nuevos casos de contagio local, no baja la guardia. Merece la pena, hay mucho en juego. Mientras el virus siga circulando, seguirá mutando y puede echar por tierra todo el terreno ganado en el último año: es una ruleta rusa. Y otra vez a empezar. La desconfianza, la laxitud, la irresponsabilidad y la imprudencia de la ciudadanía se ven reforzadas cuando detectan ambivalencia, descoordinación, contradicciones y oportunismo en quien gobierna. Nos hacemos trampas al solitario. Miro por la ventana la realidad al otro lado de mi cuarentena y observo la normalidad absoluta de una ciudad china en cuyas calles ya nadie lleva mascarilla. El país ha crecido un 18% durante el primer trimestre. Podríamos ser nosotros.
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