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Si Cataluña es, como dijo Mourinho, un «país de teatro», nuestra comunidad ha sido siempre región de poetas. Durante los años noventa del siglo pasado, ... los escritores de versos proliferaban aquí como ahora proliferan las casetas y los bistrós. Un asunto de modas, suponemos, y de querencias generacionales. Los jóvenes más o menos leídos y espoleados por una adolescencia de tormento se acercaban a los versos para compartir el tesoro más hondo; el género literario mayor. Imagino que la vida sigue igual.
La poesía, como actividad que, en principio, obvia los lenguajes de la política y el mercado, se sitúa habitualmente en un delicado equilibrio técnico: el escritor debe poner atención para no precipitarse en el abismo del ridículo o el lugar común. En definitiva, no se trataría tanto de reproducir la emoción sobre el papel, como de comprometerse con el ritmo y la imagen para construir una realidad nueva. José Ángel Valente (a quien ya cité en la columna anterior) decía que el error está en tratar de leer el poema como una novela, en lugar de apreciarlo como un cuadro.
Los grandes poetas no acostumbran a ser prolíficos. Los versos completos de, por ejemplo, T.S. Eliot, Claudio Rodríguez o Jaime Gil de Biedma apenas ocupan un puñado de páginas. No es sorprendente, ya que existe un larguísimo forcejeo con la materia poética donde el uso de cada voz decide la suerte de la obra en su conjunto. Sin embargo, como decía el propio Gil de Biedma, en poesía «el único error es escribir malos poemas». Hay aproximaciones para todos los gustos, pero, al menos, permitan una preferencia general por los autores recónditos y escondidos; por aquellos que hicieron de su don un oficio de artesano. En este grupo de autores a los que siempre hay que esperar se encuentra la reaparecida Blanca Andreu, una gran poeta escasa que brilló en su juventud y ahora prefiere un alejamiento consciente del meollo; un jardín, lecturas sin exhibiciones y paseos por el parque con su perro.
Hay, por lo tanto, un peligro (o una gracia) de conversión del poeta en poema. Entregarse a las musas puede alejarnos de la ciudad y sus delirios, pero, al mismo tiempo, permite una asunción más perfecta de la realidad del prójimo. En este tira y afloja se producen los desdoblamientos más notables, como el de Wallace Stevens quien, a la pregunta «¿para qué sirve un poeta?» contestaba «para lo mismo que usted y, además, para escribir poemas». Una respuesta que refleja la aventura de la poesía como acto de extrema intimidad frente a la exposición artificiosa de poder y belleza a la que nos obligan.
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